Una ola está a punto de arrasar con una ciudad: es el tsunami del COVID-19. Detrás viene una segunda ola, más grande que la primera, que hace alusión a la recesión económica. Pero ahí no acaba el cuento: una tercera y luego una cuarta olas llegan enormes y amenazantes, casi apocalípticas.
Esta imagen es del caricaturista Mackay y nos muestra con claridad las adversidades que atraviesa la humanidad. El coronavirus y la recesión ya están en la mente de las personas, pero los otros dos “tsunamis” no son tomados en serio, a pesar de que sabemos de ellos desde hace años y son más destructivos aún: la crisis climática y el colapso de la biodiversidad. En resumen, es una tercera gran ola: la crisis ecológica.
Estos tsunamis se lanzan contra una ciudad, que representa a la humanidad. Esto tiene sentido: las ciudades son una expresión clara de nuestra condición de seres humanos y allí convivimos y hacemos sociedad. Adicionalmente, más de la mitad de la población mundial vive en ciudades (y la cifra va en aumento) y, aunque ocupan solo un mínimo porcentaje del área del planeta, son en gran medida responsables de la crisis ecológica, pues el impacto de una ciudad incluye las transformaciones que se dan en otros lugares para abastecerla.
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En 2017, Corantioquia y la Universidad Nacional presentaron datos importantes para nuestro contexto: la huella ecológica para el Valle de Aburrá (116.646,21 kilómetros cuadrados) es más de cien veces el área de la ciudad metropolitana y casi dos veces el área total de Antioquia. Así es: se necesitan casi dos departamentos solo para satisfacer las necesidades de la región metropolitana. ¿Cómo actuar entonces desde las ciudades para que reducir la severidad del golpe del tsunami ecológico?
Low Carbon City, una fundación basada en Medellín, trabaja para educar sobre la crisis climática, conectar personas e instituciones de diferentes sectores y crear soluciones que nos ayuden a convertirnos en una sociedad sostenible. Anualmente se organiza desde allí un gran evento para promover la acción global por el cuidado del planeta: el Foro Mundial de Ciudades Bajas en Carbono.
La semana pasada concluyó la quinta edición de este foro que, por obvias razones, se realizó de manera virtual (después de pasar por Colombia, México, Francia y Costa Rica). Organizado por un equipo de mujeres fantásticas, el evento tuvo un coro de voces expertas provenientes de diferentes partes del mundo.
Las conclusiones fueron contundentes. Se hizo hincapié en que es urgente crear ciudades más “lentas” (más humanas, más tranquilas, más abiertas a la vida) y se advirtió que no podemos continuar ignorando que la crisis ecológica es un asunto de salud planetaria: no solo porque la degradación ambiental causará más pandemias como la actual, sino porque, además, con la contaminación del aire, el agua y el suelo perdemos millones de vida anualmente.
Por otro lado, se repitió el énfasis en la necesidad de dejar el absurdo modelo lineal de la economía actual para pasar a un escenario de economía circular (donde se garantice la inclusión y la justicia social) y se discutió el rol de las tecnologías de punta, que, usadas correctamente, pueden ayudar a cambiar el rumbo hacia una sociedad sostenible.
Adicionalmente se habló sobre el desarrollo regenerativo, un concepto clave que resalta que la sostenibilidad, en su acepción más amplia y profunda, es imposible si como individuos, como empresas y como sociedad en general no permitimos (o, más bien, si no suscitamos y promovemos activamente) el florecimiento constante de la naturaleza que somos y que nos rodea.
El norte para la transformación de las ciudades y, por ende, del mundo, está señalado y no hay excusas: la recuperación posCOVID no puede llevarnos por rumbo que no sea el de la sostenibilidad. De no actuar consecuentemente, el tsunami ecológico seguirá agrietando el presente y oscurecerá el futuro de la humanidad.
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