/ Carlos Arturo Fernández U.
Llegar al Taj Mahal, en India, es uno de esos momentos que, quizá, nunca se olvidan en la vida. Seguramente es un destino anhelado por la mayoría de las personas que viajan a ese país y perseguido por el enorme turismo interno que allí se mueve. Por supuesto, siempre hay centenares e incluso miles de personas que visitan al mismo tiempo el monumento, al menos 15 mil cada día.
La llegada es bastante especial. En primer lugar, no es posible acercarse al Taj Mahal como si se tratara de un lugar cualquiera; por el contrario, ya desde al menos dos kilómetros antes del monumento empiezan a aparecer señales que llaman la atención sobre el valor especial de este lugar. Así, desde hace años, el acercamiento al Taj está prohibido para vehículos que puedan contaminar; es necesario dejar el carro en un aparcamiento distante y tomar un autobús eléctrico o un coche tirado por caballos.
Pero, adicionalmente, el edificio se descubre de una forma más o menos sorpresiva. Tras la requisa de rigor, quizá más estricta que en cualquier otro monumento de la India, se llega a una plaza gigantesca, con puertas en los cuatro puntos cardinales. Es un lugar muy bello, en el cual los altos edificios que lo rodean ocultan la maravilla del Taj Mahal y casi hacen pensar que era una mera ilusión. Pero tan bella es esa plaza que ella sola merecería el viaje; y quizá nos debería poner en guardia contra la simplificación: la India es mucho más que el Taj Mahal, aunque este sea tan asombroso.
Finalmente, atravesando la puerta norte de la plaza, en medio de un río de personas, aparece el gigantesco mausoleo, mucho más grande y más blanco de lo que uno esperaba, brillando siempre en medio de un jardín paradisíaco y rodeado de una multitud que se ve empequeñecida ante tanto esplendor.
Ni la multitud ni las condiciones climáticas parecen disminuir la emoción que casi todo el mundo siente al atravesar el ingreso y encontrarse frente al Taj Mahal, “en vivo y en directo”. Las reacciones son muy variadas. Es fácil ver tanto a indios como a turistas extranjeros que lloran un momento, que guardan silencio como extasiados ante tanta belleza, que se apretujan para tomar la foto del encuentro inolvidable o que hablan en voz alta, antes de empezar a caminar a lo largo de los jardines para llegar hasta el edificio, cada vez más silenciosos.
Quizá no sea necesario que nos detengamos ahora en la historia de amor entre el emperador mogol Shah Jahan y Mumtaz Mahal, su esposa favorita, muerta en 1631 al dar a luz a su decimocuarto hijo. El Taj es el mausoleo magnífico levantado por el emperador para su esposa, construido en casi dos décadas por unos 20 mil obreros, y que a la larga le costó el trono y la libertad. Por el contrario, tal vez sea mejor insistir en el poder de la experiencia que nos depara y, sobre todo, en las condiciones en las que esa experiencia se produce.
No se trata solo de que el Taj Mahal sea muy grande; quizá lo que más impresiona es la perfección de la geometría total, que abarca, además de la estructura arquitectónica del Taj propiamente dicho, también las fuentes, los jardines y los edificios circundantes. Esta es una de las mejores demostraciones de que la simetría y el equilibrio fascinan a la mayoría de los seres humanos que descubren en esos valores realidades que son sinónimos de belleza y de permanencia. Y lo sabían muy bien los constructores que no dudaron en levantar edificios enormes cuya función última es la de garantizar la simetría. Por ejemplo, el blanco mausoleo está flanqueado por dos grandes construcciones en arenisca roja y mármol blanco; el del lado occidental es la mezquita, pero el oriental, quizá usado luego como hospedería, servía en su origen solo como equilibrio de aquella.
El Taj Mahal no se agota en la perfección de una geometría estática y perenne sino que logra una unión perfecta entre ella y la variedad de los detalles de piedras semipreciosas incrustadas que recrean flores y que cubren buena parte de los muros, lo mismo que los paneles tallados en relieve o las mamparas de mármol cuidadosamente perforado para lograr exquisitas celosías. Permanencia y variedad son dos caras de una realidad que parece inagotable.
Pero también cabe reflexionar en que una experiencia estética tan impactante es posible porque, consciente o inconscientemente, nos preparamos para ella. Desde siempre soñamos con estar allí y nos disponemos a ver algo que nos deslumbrará con su belleza; aunque no lo pensemos, las exigencias de la llegada nos refuerzan para ver lo excepcional. El número de personas, la sensación de descubrimiento y de realización de un sueño: todo nos dispone anímicamente para la experiencia estética y, por eso, es tan impactante y memorable.
Quizá de la visita del Taj Mahal pudiéramos sacar una lección para nuestras experiencias más habituales con el arte, una lección que, en realidad, nos sugieren los maestros desde hace muchos años: si nos preparamos para el disfrute de las obras de arte y nos disponemos anímicamente para el encuentro con ellas, estaremos dando el paso fundamental para una experiencia estética enriquecedora que, por supuesto, nos llena interiormente y permite que la vida nos resulte más grata.
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