/ Álvaro Molina
Gracias a mi trabajo como cocinero he tenido la fortuna de viajar por varios países del mundo en donde se toma vino desde hace muchos siglos. He probado, casi siempre invitado, por supuesto, Barolo, Catena Zapata, Amarone, Paso Robles, Bella’s Garden, Barossa, Flaccianello, Châteauneuf-du-Pape, Flechas de los Andes, Bodegas del fin del mundo, Luigi Bosca, Mora Negra y otros igualmente ricos, no todos muy caros aunque varios escandalosos. Atiendo constantemente a algunos de los enófilos más importantes del país, quienes me han invitado a probar los mejores de sus cavas personales con joyas de todas partes. Conozco bien a los cinco o seis sibaritas de nuestra ciudad que viajan por las vendimias del mundo catando, casi siempre invitados por las bodegas. En fin, he tenido mucha cercanía con una bebida de la que sé poco pero que aprecio por su importancia para la cocina y la buena vida. Solo tomo vino en las pesquerías por Argentina en donde lo usamos para acompañar la morcilla fría y los jamones en las medias mañanas ventosas de la Patagonia y para nadie es un secreto que prefiero las bebidas espirituosas, como el ron, el aguardiente antioqueño y el whisky.
Me ha tocado el creciente auge del vino que vive Medellín como consecuencia de la apertura económica de finales de los 80, las crisis de varios países exportadores que han venido a abrir mercado y las nuevas generaciones de comensales conocedores que viajan y encuentran en esta bebida el “maridaje perfecto” para sus comidas. Sin embargo, me sorprende y me da risa cómo han aparecido montones de expertos súbitos alrededor de un tema que para aprenderlo requiere varios años de estudio, muchos viajes y cultura. Los sumilleres bien preparados de nuestra ciudad se cuentan en los dedos de la mano, no todos los vendedores son sumilleres, ni todos los sumilleres son vendedores. Algunos que conozco han pasado por una degustación de supermercado y salen hasta enólogos, como uno que se me presentó como tal y cuando le pregunté dónde había estudiado me dijo que era empírico, un segundo antes de escoger el más barato de la carta; ser enólogo empírico es como ser neurocirujano empírico. El mundo del vino es más complejo de lo que parece, pero cuando hay verdadera cultura, como en pocos países del mundo, es más elemental y descomplicado de lo que algunos proclaman aquí.
La cultura del vino apenas está empezando. Estos procesos toman muchos años, hasta siglos. Un país con cultura de vino es un país donde ricos y pobres, obreros y empresarios, campesinos y políticos, artistas y gente del común, toma vino, tanto con la alta cocina como con la casera del diario, y no para emborracharse. Aquí, ni mejor ni peor, hemos sido más expertos en maridar con el cerebro que con el paladar; bebemos para emborracharnos, mientras en los países donde hay cultura de vino, la gente rara vez se emborracha. Nosotros tenemos mucha más aproximación a las bebidas llamadas espirituosas que al vino, ahí está la Virgen.
En todo caso, bajémonos de esa nube y quitémosle tanto misterio a una bebida que en muchos países es más barata y común que el agua. He podido tomar vino con gastrónomos, sibaritas y expertos, que simplemente lo destapan y se lo toman sin darle tantas vueltas ni chicanear tanto. Hoy, varios expertos en claro y mazamorra se las están dando de sabios del vino como si eso fuera cosa del otro mundo, los “finde” salen felices con sus rosados en promoción a tirar baño en los charcos de Barbosa; a mí hasta me insultaron y se burlaron porque una vez se me dañó el corcho y no lo destapé como lo exigen los sabiondos. Mientras le pongamos tanto misterio a esta bebida milenaria, cada vez estaremos más lejos de convertirnos en un país con cultura de vino. A mí denme un guaro azul con mango verde que me deja un sabor rico en la boca y una sensación mejor en el alma. Espero sus comentarios en [email protected]
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