El río de arena

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Gustavo Arango ofrece a Vivir en El Poblado un anticipo de una novela de su autoría que será novedad editorial en marzo de 2016
/ Gustavo Arango
Al dejar la ciudad, los monjes bebieron largamente en la cisterna. Sólo Hwuy King se negó a beber. “Si hemos de entrar en el desierto”, dijo, “ya estoy en el desierto. Si la sed va a abrasarme, ya me abrasa”. Los guardias de la frontera soltaron risotadas al ver a aquellos hombres partir tan apurados en dirección a la nada. En el último confín de tierra fértil, Tao Cheng vio una flor cuyo recuerdo no dejaría de atormentarlo. Siguieron corriendo hasta que dejaron de oír ladrar los perros. Cuando empezó a clarear, pudo verse mejor el paisaje de piedras menudas, como pulverizadas, con sus colinas bajas como ruinas de montañas.

El río de arena tenía entre tres y diez millas de ancho, y del este al oeste se extendía dos mil millas. Se decía que en ese desierto había demonios malvados y vientos de fuego con los que cruzarse representaba una muerte segura. En aquella corriente de sequía yacían sumergidos muchos reinos. Ejércitos altivos y linajes milenarios habían sucumbido a la ferocidad de su oleaje. En Tun-huang les habían advertido que ahogarse en ese río era una de las muertes más terribles. Cuando miraban a su alrededor, tratando de decidir qué rumbo tomar, los viajeros no sabían cómo escoger. Allí no había un solo pájaro para ver en el cielo, ni un animal en el suelo. La única marca que indicaba algún indicio de camino eran los huesos esparcidos.

Después de tres semanas de marcha ininterrumpida –pues habían aprendido a seguir caminando engañados con la idea de que estaban durmiendo– Fa Hsien y sus compañeros empezaron a alucinar. Oyeron el aliento burlón de los demonios. Luego vieron un ejército de hombres elegantes y a caballo, con sombreros de penachos, saludando al cruzarse con ellos. Vieron ciudades inmensas flotando en el cielo. Vieron figuras incomprensibles que luego se deshacían en figuras aun más incomprensibles. Oyeron voces que insistían en invitarlos a darse por vencidos. Vieron los treinta y seis reinos que fueron sepultados en una sola noche. Vieron a sus habitantes momificados en su horror; pues la arena se había bebido la humedad y había dejado el gesto y la cáscara resecos y a prueba de milenios. Vieron la momia de una mujer que murió al dar a luz un obsequio para la muerte. Vieron la boca fruncida en un gesto de dolor y los ojos abiertos. Tenía el cabello recogido, la piel reseca pero intacta, las manos juntas en el pecho y un gesto anestesiado de sufrir.

Cuando por fin llegaron a un sitio verdadero, los monjes trasegados no podían atreverse a creerlo. Aquel caserío desierto se llamaba Mogui-chen, el pueblo de los demonios, y el ángel les advirtió que en ese sitio no podría protegerlos.

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“Cosas extrañas ocurren allí”, dijo el ángel.
Trató de convencerlos para que siguieran de largo, pero los monjes estaban tan cansados que nada malo que les ocurriera podía parecerles tan malo.
“Muchos de los que pernoctaron en este caserío desaparecieron”.
“Desaparecer”, repitió Hwuy Yeng con gesto ilusionado.
“Cuentan”, dijo el ángel, “que un ejército llegó a ese lugar y se detuvo porque venía una tormenta. El viento y la arena se colaban por entre los tablones de las casas y, al hacerlo, sonaban como voces que llamaban a los soldados por su nombre. Cuando cada soldado atendía su llamado y salía de la casa, el viento y la arena lo arrastraban. El ejército entero desapareció de ese modo”.

Pero aquello había sido como leerle un cuento de hadas a un niño. Ya los monjes habían buscado acomodo y dormían como muertos que no se descomponían. No desaparecieron. Al clarear el día siguiente reanudaron la marcha.

*Fragmento de “Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos” (Ediciones B Colombia). Novedad editorial de marzo del 2016.
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