Los que nos fuimos lejos terminamos por no ser de ningún lado. Hace treinta años me fui de Medellín, porque tenía la sospecha de que Cartagena sería un lugar más propicio para hacer literatura. Hace veinte años me vine al país del sueño, porque en Cartagena tenía que relegar la literatura a las horas fatigadas de la madrugada. Aquí estudié, soy profesor, y después de muchos ires y venires encontré unas condiciones que me permiten ganarme el pan y tener tiempo para escribir sin tener que vivir de lo que escribo.
Vivir de algo distinto a la escritura me concede una tremenda libertad. No tengo que reventarme la cabeza pensando en temas vendedores. Me he salvado de convertirme en galeote de las editoriales comerciales. La distancia también me ha beneficiado. Nadie puede obligarme a subir al bus del terror (por cierto, para entender lo que pasa, ayuda el consejo del Abate Faria: preguntarnos quién se beneficia). No tengo que gastar tiempo y energía congraciándome con quienes manejan los hilos del establecimiento literario. Exploro sin prisa el territorio de mis perplejidades.
Como todo tiene un precio, he tenido que pagar con sacrificios por esa libertad. También, he terminado por no ser de ningún lado. Es posible que me muera en este país del sueño y, sin embargo, nunca llegaré a sentir que pertenezco por completo. Veré caer la nieve con asombro de calentano. Sentiré una distancia insalvable con los rostros de mi vida cotidiana. Seguiré habitando esos lugares donde hace mucho dejé de existir.
No pasa un día sin que quiera saber de los chismes y noticias de Medellín y Cartagena. Leo periódicos, veo noticieros, mantengo contacto con amigos que me ofrecen versiones directas. El fantasma que recorre las calles de Siberia suele tener el pensamiento en lugares que, cuando finalmente los visita, no dejan de recordarle que el que se fue pa’ la villa perdió su silla.
La nostalgia he sabido manejarla. Sé muy bien cómo influye en nuestro ánimo la tendencia a idealizar lo que está lejos, lo imposible, lo que falta. Solo muy de vez en cuando –como hace una semana, cuando supe que la Piloto reabrió sus puertas– he sentido envidia verdadera de los que se quedaron.
Mi vida ha estado llena de bibliotecas. He dedicado los últimos doce años de mi vida a una bibliotecaria. El lugar donde vivo es una biblioteca con cama, cocina y baño. Las bibliotecas han sido mi refugio y el espacio de mi libertad. Pero, si me pusieran a elegir una sola, la más determinante, no lo pensaría dos veces para decir que ha sido la Biblioteca Pública Piloto.
Pasé las mejores horas de mi adolescencia recorriendo los estantes de la sección 863, sintiendo mías las posibilidades que se abrían con cada libro. Me he salvado de ser un lector de libros de moda, porque en los laberintos de la Piloto aprendí que hay que leer lo que de veras nos interesa, lo que resuena en nuestra alma. En ese paraíso conocí las dimensiones y matices del mar inmenso de la literatura y aprendí que nadie tiene derecho a decirme lo que tengo que hacer o que leer.