Prestar la tarima

En tiempos en los que las industrias creativas parecen competir por atención, hay una figura que ha cobrado fuerza en los escenarios del reguetón, y que recientemente han imitado artistas de otros géneros, y que vale la pena mirar con otros ojos: los invitados sorpresa. Esa práctica —tan impredecible como comentada— ha generado todo tipo de reacciones. Algunos se sienten estafados si no apareció su favorito, otros celebran cada aparición inesperada como un regalo. Pero, más allá del debate, hay algo poderoso en esa escena: la decisión de ceder el protagonismo, de compartir la luz, de abrir el espacio para que otro brille.

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Los duetos, las apariciones imprevistas, el gesto de darle la tarima a alguien más —aunque venga de un mundo distinto— son, en esencia, una invitación a mover el foco del “yo” al “nosotros”. A entender que hay un poder enorme, profundo y necesario, en la generosidad de permitir que alguien más brille. Y no como un acto de caridad, sino como un acto de reconocimiento. De respeto. De confianza.

¿Cuántas veces en la vida real podemos usar nuestras “tarimas” —nuestros espacios de influencia, nuestros contactos, nuestro conocimiento— para impulsar a otra persona, a otra organización, a otra causa? ¿Cuántas veces nos detenemos a pensar en el talento que podríamos ayudar a visibilizar, en lugar de preocuparnos por cuidar el lugar que ya ocupamos?

Creo que hay algo profundamente admirable en esa práctica que la industria urbana ha convertido en sello generacional. Porque en lugar de construir carreras aisladas, construyen redes. En lugar de acumular reconocimiento de forma individual, lo dispersan, lo multiplican, lo devuelven al colectivo. Y lo hacen, además, desde una dinámica profundamente festiva. Como si decir “te invito a mi escenario” fuera una forma de celebrar que en la vida no estamos solos.

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Lo interesante es que este mismo gesto puede aplicarse en cualquier ámbito, no solo en un concierto. Ocurre cuando una persona recomienda a otra para un trabajo sin esperar nada a cambio. Cuando alguien comparte un contacto valioso, cede el micrófono en una reunión, impulsa una idea que no fue suya o defiende a quien no está presente. Ocurre, incluso, cuando reconocemos el talento ajeno sin sentir que eso disminuye el propio. Son gestos pequeños —a veces casi invisibles— que reflejan una forma de estar en el mundo donde el éxito no es una conquista individual sino una construcción compartida.

A quienes venimos de otras disciplinas —del arte, de la cultura, de la academia, de la empresa, del activismo—, esto debería hacernos pensar. Deberíamos preguntarnos si estamos creando entornos donde lo común pesa más que lo individual. Si entendemos que nuestro talento no se debilita cuando exaltamos el de alguien más, sino que se potencia. Que el mérito no siempre está en ser el sol que brilla solo, sino en ser parte de una constelación.

Por eso, les guste o no les guste el reguetón, los invito a que practiquemos más seguido el arte de prestar nuestras tarimas. A que dejemos espacio para el otro. A que entendamos que el ego no tiene por qué ser el rector de nuestras vidas. Que hay algo profundamente poderoso en brillar juntos.

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