Solemos enfocarnos en la importancia de los lazos fuertes, como los amigos cercanos, la familia o la pareja. Sin embargo, un estudio psicológico nos invita a prestar atención a conexiones fugaces, a menudo subestimadas, que tejemos con personas que consideramos “extras” en la película de nuestra vida: el extraño con quien compartimos el transporte público, el vecino con el que coincidimos en el ascensor, las personas que están en la fila del supermercado o quien nos vende el café en algún lugar que se frecuenta.
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La psicóloga Gillian Sandstrom, quien confiesa haber sido una niña y adolescente introvertida, tuvo esta revelación. Desarrolló una especie de “relación” con la persona que atendía un puesto de comida rápida en la universidad en la que estaba estudiando. Se saludaban y se sonreían de forma tímida cuando se veían. Aunque nunca compartieron confidencias profundas, la ausencia de esta interacción mínima en un día cualquiera generaba en Gillian una sensación de vacío, no de soledad profunda, sino un sentimiento ligero de extrañar.
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Este sentimiento la llevó a investigar el concepto de “lazos débiles“, término acuñado por el sociólogo Mark Granovetter en los años 70. Contrario a los lazos fuertes, caracterizados por la intimidad y la confianza, los lazos débiles son esas conexiones superficiales pero frecuentes con personas que no forman parte de nuestro círculo íntimo. Sandstrom descubrió, a través de rigurosos estudios, que la cantidad de interacciones que tenemos con estos lazos débiles a lo largo del día tiene una influencia directa en nuestra felicidad y sentimiento de pertenencia, incluso independientemente de la calidad de nuestros lazos fuertes. En los días con más interacciones casuales, las personas tienden a sentirse más felices de lo normal.
Estas pequeñas interacciones nos ofrecen una dosis de novedad, información inesperada y un sentido sutil de estar conectados al tejido social.
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Sin embargo, a menudo evitamos estas interacciones por temor al rechazo o por asumir que la “charla trivial” carece de valor. Nos enfocamos en nuestras propias inseguridades o en la sensación de peligro frente a alguien que no conocemos muy bien y se crea una barrera en algunos casos innecesaria para estas conexiones beneficiosas. Si bien la precaución es importante, en la mayoría de los espacios públicos seguros, abrirse a pequeñas interacciones puede enriquecer significativamente nuestro día a día.
En nuestro barrio o en los lugares que frecuentamos tenemos innumerables oportunidades para tejer estas pequeñas conexiones. Sonreírle al tendero, comentar sobre el clima con el vecino, conversar con compañero de viaje sobre aquello que sucede en el transporte. Estas interacciones, aparentemente insignificantes, son como pequeñas dosis de vitamina social que nutren nuestro bienestar emocional y nos recuerdan que, incluso en la multitud, no estamos solos. Además, nos permiten construir confianza en nuestro entorno.
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La próxima vez que experimentes una conexión “débil”, recuerda que incluso el gesto más sencillo puede tener un impacto profundo. Esa breve interacción no solo te beneficia psicológicamente, sino que también refuerza la red de confianza social en la comunidad en la que vives.