/ José Gabriel Baena
Veo hacia El Poblado unos 23 años atrás, cuando se creó “Vivir en…”, pero mi mirada se va mucho más lejos hacia el barrio de los años 70, cuando visto desde lo alto de las montañas occidentales de San Javier semejaba un amable pesebre, al atardecer, con lucecitas titilando aquí y allá. Corre el año 1975, se acaba de fundar la cinemateca “El Subterráneo”, y los estudiantes despalomados por las interminables huelgas universitarias empezamos a ir con curiosidad hacia ese lejanísimo teatro: ir en bus nos tarda dos horas de ida, dos de vuelta, pero uno de nuestros “brothers”, mecánico de fin de semana, viene a ser el salvador: en uno de los famosos jeeps “Comandos” brasileños nos damos una o dos escapaditas semanales al cine “culto” y misterioso de “Pacholo”, en la calle 9 sin pavimentar, exactamente frente donde hoy queda Vivir en El Poblado: Herzog, Fassbinder, Nashville, La danza de los vampiros, mientras en el pasacintas del auto rueda interminablemente la nueva obra que acaba de grabar “Deep Purple”: Púrpura profundo, “Fumemos dentro del agua”. Con la menuda contada nos alcanza para comprar unas dos botellas del famoso vino de Manila, que sabe a cucarachas al vinagre por lo menos, pero algo es algo. Antes de entrar al cine nos tomamos dos o tres tragos cortos matizados por un Pielroja verde; el cielo de la ciudad, enorme todavía, nos ampara mientras se cierra allá muy lejos, de donde venimos. Nubes inverosímiles como explosiones de uranio que jamás he vuelto a ver y púrpura final y profundo de infierno nuclear es el efecto sinestésico de la música británica con el vino “trespatadas”, cosas que desde entonces he llevado en eso que algunos llaman alma, otros sólo “recuerdo”. Siempre me he preguntado por qué esa extraña combinación de efectos me induce unas melancolías tan profundas cuando paso por la esquina de la calle 9, y la mejor respuesta es una de las películas más graves que me han quirurjizado los ojos: Solaris, de Andréi Tarkovski, esa especie de émulo ruso de 2001 Odisea del Espacio, con guión de Stanislaw Lem, que por esas cosas del cine y de la metafísica indomable se convirtió, no en una parodia de una conquista espacial de un planeta que es de sólo agua, sino que es como el insondable lago vivo del inconsciente humano, lleno de monstruos freudianos y de alguna que otra sirena redentora. Fantasmas del pasado y el futuro aparecen íntegros o en fragmentos de pavor con admoniciones que hubieran marcado nuestras vidas para siempre, si las hubiéramos seguido, pero no: nadie llega nunca a Ningunaparte si escoge el camino recto… Si mal no recuerdo, había una mujer misteriosa, Hari, quien conduce, quiérase o no, los destinos de los cuatro tripulantes de la nave. Después de los 80, cuando el teatro emigró de aquí para allá hasta su lamentable desaparición, jamás pude mirar una cinta con ese amor temible con que vi Solaris en El Poblado más antiguo. Y llevo grabada la frase como un puñal oculto en el monederito secreto de mi corazón: “Amas aquello que puedes perder: a ti mismo, a tu mujer, a tu país”. Adónde vamos cada día cuando salimos de casa, nunca lo sabremos. Pienso en el Nowhere man, la canción de John Lennon. ¡Abracémonos fuertemente en esta edición 500 de Vivir en El Poblado! El número 1.000 lo leeremos cantando en el paraíso de Mahoma, seguro. ¡Ah: y oremos por que la patria de nuestros padres y que nunca fue nuestra no sea traicionada en los acuerdos cubanos!
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