El comienzo parece un homenaje a los delirios de Poe. El narrador nos tiende la primera de sus trampas al decir que lo ocurrido tal vez sea soportable si se piensa que es un cuento. Así entramos obedientes en el terror prometido, convencidos de que el cuento no es un cuento.
Cuenta el contador de este relato que una tarde del siglo pasado se sentó en un banco de madera a mirar pasar un río. No era un lugar familiar. Andaba por allí como profesor invitado. Estaba a miles de kilómetros de un sitio al que pudiera llamar suyo. Para obligarnos a identificarnos con él y con su inteligencia, dice el narrador que mirando las aguas pensó en la ocurrencia de Heráclito sobre el tiempo y el cambio y lo distintos que somos a quienes seremos y fuimos. Conoce bien a su público. Sabe que con un banco y un río similares casi todos pensaríamos lo mismo.
Apenas nos sentimos autores del dictum del oscuro estamos preparados para la historia misma, que empieza cuando alguien se sienta al lado del narrador y silba una canción muy popular años atrás en su país natal. El suceso ya de por sí es bien extraño. Imagine el lector que ha tenido el infortunio de nacer en Antioquia, por ejemplo, y que un día en otro lado del mundo –en Sri Lanka, digamos– oye que alguien está silbando la filfa “Oh libertad que perfumas”. La cosa le resultará por lo menos intrigante.
Para no alargar el cuento diremos que muy pronto los dos tipos del banco comprenden y aceptan que son la misma persona con casi medio siglo de diferencia y con la curiosidad adicional de estar sentados frente a ríos distintos. Secretos nunca salidos de ese individuo desdoblado sirvieron para confirmar la identidad.
A nadie extraña que la versión envejecida le cuente a la versión juvenil algunos de los hechos que le tiene reservado el porvenir: muertes, lecturas, destinos. Si me encontrara con mi versión más anciana la llenaría de preguntas sobre lo que me espera. También es aceptable en el relato que el muchacho sorprenda al anciano con noticias cotidianas hace tiempo olvidadas.
El encuentro de esos dos que son el mismo parece conducir a callejones sin salida cuando el joven propone que el viejo debería recordar haber tenido el mismo encuentro cuando –a su vez– era joven. Habituado a misterios e incertidumbres, el viejo propone que para el joven el encuentro tuvo lugar en un sueño y que decidió olvidarlo para no perder el juicio.
Una de las profundidades de esta historia es la revelación de que seríamos incapaces de tolerar por mucho tiempo a las personas que hemos sido y que seremos. Jugador empedernido, el autor nos sugiere que entre esos dos sujetos en el banco el diálogo era imposible porque no podían mentirse. Pero lo cierto es que sí podían. Al momento de marcharse, el viejo y el muchacho prometieron encontrarse al día siguiente, conscientes de que mentían. El meollo de este asunto es de tipo moral: somos nuestros propios enemigos porque, además de ser las personas a quienes más mentimos, nos resulta imposible ignorar que nos mentimos.
“El otro” termina con un acertijo asociado con la fecha de un billete. Pero ese truco, destinado a recordarle al lector su propia sustancia onírica, es quizá lo menos logrado en este breve prodigio con el que Borges nos demuestra por qué no precisó escribir novelas para expresar el infinito.
Oneonta, abril de 2014
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