/ José Gabriel Baena
Después de haber soportado durante tres meses la inclemencia del verano, de mayo hasta agosto, con ese sol de mil demonios a puro plomo sobre la cabeza, hace una semana empezó a sentirse el aire más suave y compasivo, y por esas cosas del bamboleo de la tierra se me entró el primer rayito del solsticio del otoño por la ventana de mi celda monacal. Conozco muy bien esta travesura del sol declinante que se irá entrando de modo gradual hasta llegar del todo a mi jergón en diciembre, junto con las lluvias abundantes que nos propiciará la hermana luna. ¡Échenos el buen Dios su manto y nos lleve con bien en estos meses por venir!
Y justamente hablando de las travesuras naturales de hombres y estrellas debo decir que anoche, hace ocho o más días para vosotros, reí como nunca en este año viendo en seguidilla dos películas, para mí geniales, para los críticos dos fiascos –últimamente no coincido en nada con los comentaristas, por qué será–. En una producción alemana –Jesús me ama (2012)– el corazón se me puso tamborcillo de alegría viendo una aventuranza de lo que podrían ser las vísperas del temido Apocalipsis, cuando alguien –un joven muy hermoso parecido al enigmático palestino– viene desde su silencio de dos mil años a un pueblo que podría ser suizo, noruego o húngaro, que más da. Y por allí se pasean el ángel Gabriel, Lucifer, apóstoles hippies y sobre todo una gemela de María Magdalena en estado salvaje –la potente actriz Jessica Schwarz–. Esta ya ha conocido a muchos hombres, como su análoga en la Biblia, y al conocer a Jesús cae en esa clase de amor que la atraviesa al rojo vivo como la lanza de Longinos al predicador. Enloquecida, huyendo de Él pero a la vez buscándolo, recorre en bicicleta montes, bosques y se hunde en profundos lagos, de donde Jesús la rescata –Él a la vez huyendo de ella y de su demencia apasionada– hasta que el Amor se consuma como debe ser y la humanidad se salva en el último minuto.
Dicen pues los comentaristas que esta obra fílmica –ya no se puede decir cinta– es una comedieta romántica pero yo creo que es un mensaje de alta carga simbólica, aunque no fuera intención confesa del director o los guionistas. Y por lado terrenal y de mis oscuros deseos yo también sucumbí como Jesús ante el cuerpo luminoso y el rostro más llameante aún de la actriz, así como también y a continuación en la tele mis ojos cayeron de rodillas raspadas ante la presencia de Sophie Marceau en El amor nunca viene solo (Francia, 2012): otro film denostado por los buitres de la crítica dizque por ser de la clase “hombre encuentra mujer y etcétera”. Yo diría que es una opereta de alta clase, de chistes físicos y diálogos de chispa, de esas de las que uno no puede despegarse pero –vuelve de nuevo mi fauno interno– cuya mordedora y divertida atracción fuera del guión radica en la actuación de Marceau. En una entrevista en agosto esta mujerota de espléndidos 47, directora, guionista y con inteligencia pulida de experiencia, dijo sobre el amor ciertas cosas de las que citaré: “En el amor estamos ante una dimensión cuántica. El amor no es tangible, pero nos atraviesa. Yo creo en la dimensión cuántica de todo. Un día podremos estar aquí y en otro lado en el mismo instante… El amor es una ecuación irresoluble porque nos movemos en el mundo físico. Y cuando las cosas devienen físicas se ponen graves… Estamos entre dos mundos…”. Y yo me sigo preguntando por qué estas dos películas amorosas me han visitado esta noche del naciente otoño. ¿El azar, que nunca es accidental?”.
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