Por: Juan Carlos Orrego
La charla en homenaje a Tomás Carrasquilla que ofreció Fernando Vallejo el pasado 22 de mayo, en el teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, se abrió con un signo aciago: cuando el cantaletoso profeta abrió la boca para saludar, un trueno apocalíptico se desgajó de los cielos. El Altísimo tomaba así anticipada revancha de lo que -y hasta un niño podía preverlo- iba a suceder: la arremetida de Vallejo contra la Iglesia, sazonada con los calificativos de granuja, travesti y puta para los líderes y el cuerpo de aquella milenaria institución. Pobre del homenajeado Carrasquilla, tan amante de camándulas e inciensos: el conferencista pretendía evocar su memoria pisoteando los ídolos de su inspiración. Nada dijo Vallejo en su retahíla del clásico Carrasquilla, y solo ante la pregunta de una mujer indignada por la omisión, opinó -como si fuera un maestro de escuela que apenas ha leído “En la diestra de Dios Padre” y que lo demás lo sabe de oídas- que había sido un gran escritor, intérprete de una Antioquia que ya no existe, hombre modestísimo y enemigo de los reconocimientos. Sospecho que, una hora antes del acto, Vallejo leyó un artículo sobre la modestia de Carrasquilla escrito por el profesor Juan Guillermo Gómez y editado en la misma universidad. El autor de “El río del tiempo”, ocupado con sus mamotréticas lecturas sobre Darwin y la historia papal, poco tiempo ha de tener para dedicarse a “La Marquesa de Yolombó” o “Grandeza”, lo que se complica aún más con las muchas horas que pierde acicalando perros y exhibiéndose públicamente como su defensor. Sin que importara la estafa respecto al tema anunciado, el teatro universitario se colmó hasta amenazar con su hundimiento, y todos los chistes viejos e insultos escolares de Vallejo fueron celebrados con rendidas ovaciones. No podría ser más llamativo el contraste entre la palabra sencilla del ogro -como lo llamó alguna vez el asustadizo novelista Andrés Burgos- y las exquisiteces hispanomontañeras del viejito de Santo Domingo, e igualmente sorprende que las ideas simples del irreverente crítico medellinense sean tomadas por el público como la revelación de una inimaginable sabiduría; un joven universitario propuso una explicación no del todo descabellada: “En el país de los complicados el sencillo es Rey”. Si bien se ve, se descubre que la originalidad de muchas novelas de Vallejo se basa en ser estas, en buena parte, graciosos zurcidos de lugares comunes, como él mismo lo sugirió cuando una niña le preguntó, al cierre de la conferencia, cómo era que “copiaba”: “Quito de un lado y pongo en otro”, dijo. Sin que importen sus excesos y su fiero prestigio, Vallejo apareció ante el público universitario como un hombre cansado, empeñado en no hablar de lo que se había anunciado solo por el capricho senil de quien no acepta que se le diga lo que tiene que hacer. De lejos se veía su deseo de acabar pronto; con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, hablaba en el tono mortecino de quien lee un discurso ajeno, y al final se vio su alegría cuando pudo cortar la charla a pesar de la fila de preguntones que aguardaban su turno. Esa triste figura es la que nuestros días han elegido para hacer las veces de sabio público, y aquel 22 de mayo se probó otra vez que dicha sabiduría no es más que sapiencia de refrán, más chistosa que inteligente. A riesgo de pasar como imbécil o mojigato -como ocurre con quien se atreve a criticar a Vallejo, lo más parecido en nuestros días al traje nuevo del emperador del cuento- diré que ese héroe anémico y vociferante es el digno representante de nuestra época de mínimo esfuerzo (o sea que el apóstol de los perros tiene razón, por lo menos, en aquello de que la nuestra no es la Antioquia -ingeniosa- de Carrasquilla). |
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