El menú del cielo
Con mis papás recorrí muchas veces los rincones escondidos donde los héroes de la cocina colombiana nos premiaban con los mejores sabores del universo
De mi papá aprendí y heredé el amor por la naturaleza, por la pesca y por la cocina; de mi mamá la pasión por la lectura y la escritura. Mi mamá se me fue hace como 20 lunas llenas y mi papá no ve la hora de irse tras ella, por eso me pregunto, qué será lo qué se come en el cielo de arriba, porque en el de aquí, yo ya comí.
Crecí caminando por el deteriorado río Chico en Belmira pescando truchitas de 15 centímetros que picaban milagrosamente entre el mercurio y el sedimento de las minas, por eso, ahí está la Virgen, me emocionan por igual un corroncho que un marlín azul. Los primeros recuerdos en “mí cielo” son por el “charco de las arepas” comiendo huevos revueltos con maduro, chocolate, quesito y arepas de mote que noas hacía una viejita mueca mientras mi papá me contaba que el mejor sabor de la tierra era el del foie gras con trufas del Perigord: “tienes que trabajar para eso hermanito”. Más de 40 años me demoré para comprobarlo. Un rato después me decía que nada igual en el mundo que el pollo envuelto en huevo que nos hacía mi mamá de fiambre, o las sardinas con salsa de tomate, que se conseguían ocasionalmente, que comíamos con saltinas de Noel.
Con mis papás recorrí muchas veces los rincones escondidos donde los héroes de la cocina colombiana nos premiaban con los mejores sabores del universo. Definitivamente, los que somos más felices decimos más adjetivos y exageramos la emoción y la felicidad, no hay felicidad en exceso. El recorrido empezaba en el puente del Pandequeso, en donde hacía filas media ciudad tras los mejores pandequesos del país. De ahí a llenarnos con los quesos de trenza y la leche chocolatada del Sena o de Pakita. En el Alto de Minas las arepas de chócolo no podían faltar. Luego los mejores mangos antioqueños en Santa Bárbara y de ahí al chicharrón de Bellavista bajando Pintada donde rematábamos buscando tortas de pescado y avena fría entre las carretas de los pescadores, y frutas maduras que olían a cielo por el calor y la brisa. Allí, entre las paradas de este viaje gastronómico celestial, ya llevaríamos 4 o 5 horas de paseo, dos cambios de llanta, una correa de ventilador, dos derrumbes y alguna etapa ciclística que aprovechaban los campesinos para vender sus deliciosa panochas, hojaldras, fresas con crema, tamales y parva gigante de pueblo sin Invima (a mí nunca me dio algo).
Los chorizos de Tarapacá, el viudo de capax de las ambalemunas, más famoso en esa época que hoy Crepes and Wafles, los patacones con encurtido de los Arias de Manizales, las cucas, los calados, las lenguas dulces, los panderos de Cerritos, las paletas de Pereira, cerquita del Bolívar. De ahí a Bogotá, en donde pude conocer los clásicos de época como el Gran Vatel y el Eduardo, probé el ajiaco auténtico, las empanadas de Chapinero y las hostias de un parque donde comprábamos buzos de lana. Donde mi tía “Martelena” en Bogotá probé montones de cosas que no se conseguían en Medellín. En Sopó me comí el mejor pernil del que tenga memoria. En Boyacá me enloquecí con la cocina de Tota y Sochagota, el mejor consomé de pollo de la historia y unos filetes de trucha anaranjados no tan buenos como los que hacía mi papá.
A las 11 horas de nacer mi hijo Miguel, mi papá 90 años mayor, le dijo: “Mijo, espero que seas feliz y que le prestes algún servicio a la sociedad”. Papá me llevaste al cielo. Quisiera ser como tú. Muchas saludes a mi mamá y que puedas volver a comer la leche de tigra de tu mamá.
Procuro no escribir mucho en primera persona, pero quería hacerles este homenaje a mi papá y a mi mamá y mostrarle a la gente la necesidad inmensa de no perder, recuperar y entregar a las nuevas generaciones un legado inmenso que tiene nuestra cocina criolla antioqueña y colombiana para que la conozcan y, por qué no, la mejoren para los que vienen.
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