Recuerdo -no sé ni cómo- la primera vez que escuché el concepto de autoestima. Estaba iniciando la primaria y en el colegio había un programa llamado Vida, en el cual un conejito nos enseñaba sobre valores. Fue ahí cuando apareció por primera vez. Recuerdo que desde ese entonces hicieron énfasis en que era realmente importante para la vida desarrollarla y fortalecerla.
Lea más columnas de Juanita Gómez Peláez aquí.
Nos enseñaron, entonces, que debíamos aprender a reconocer nuestras mejores cualidades, capacidades y logros para lograr sentirnos especiales; nos inculcaron, sin darse cuenta -o por lo menos eso espero- a compararnos constantemente con otros para así identificar qué es eso en lo que sobresalimos y ahí poner nuestro valor.
El término rondó por ahí toda mi vida. Sobre todo en la época de la adolescencia recuerdo que a mi alrededor brillaba por su ausencia. Más adelante, cuando entré a estudiar psicología apareció nuevamente la autoestima como parte del Autoconcepto, término para referirse a la percepción que una persona tiene sobre sí misma, y que se compone por autoimagen, autoeficacia, autoestima y ya ni recuerdo qué más.
¿Dónde está lo problemático? Autoestima es el componente evaluativo del autoconcepto, es el juicio de valor que hacemos sobre nosotros mismos, y que determina entonces cuánto nos valoramos y apreciamos, y termina explicando cómo nos tratamos.
Lea también: La buena y mala noticia
¿Y eso qué tiene de problemático? Que aprendimos a valorarnos a nosotros mismos en función de la imagen, los logros y las capacidades, y estas cosas son inestables, cambiantes. Por ende, nuestro valor personal -ese que determina cómo nos relacionamos con nosotros mismos- viaja en montaña rusa, dependiendo del reconocimiento externo, de nuestros “éxitos y fracasos”, etc. La idea que sostiene este paradigma es que nos tenemos que ganar la “estima”, el amor; que tenemos que estar convenciendo constantemente a otros y a nosotros de que valemos. TODO mal.
¿Cuál es la propuesta entonces? La autocompasión. Vine a entenderla y a practicarla un poco antes de mis 30 años, en mi primer curso de Mindfulness. No me la enseñaron ni en la casa, ni en el colegio, ni en la universidad, ni en la vida.
La autocompasión no depende de comparaciones o logros sino que nos invita a ser amables con nosotros mismos partiendo de la certeza de que valemos por el simple hecho de ser humanos. Desde el paradigma de la autocompasión, en el que encontramos exponentes como Kristin Neff y Paul Gilbert, no tenemos que hacer méritos para la amabilidad y el buen trato; sino más bien, aceptar nuestra humanidad, la cual incluye imperfecciones y errores.
Le puede interesar: El tal amor propio
Ser autocompasivos NO ES ser débiles, indulgentes, perezosos, mediocres ni alcahuetas, como piensan muchos. Es hablarnos y tratarnos con la misma bondad, comprensión, paciencia, amabilidad y cuidado con la que trataríamos a un ser que amamos y para el cual queremos lo mejor, en lugar de castigarnos y criticarnos como si fuésemos nuestros peores enemigos.
Este paradigma propone una transformación profunda en la relación con nosotros mismos, principalmente en momentos de dificultad, sufrimiento y/o “fracaso”, ya que los reconoce como inherentes a la vida, a la experiencia humana. Por lo anterior, cuando somos autocompasivos, al momento de equivocarnos o de que algo no salga como esperamos, en lugar de sentirnos inadecuados, insuficientes, indignos y avergonzados, nos sentimos HUMANOS.
Únase aquí a nuestro canal de WhatsApp y reciba toda la información de El Poblado y Medellín >>