/ Gustavo Arango
El problema de los sueños es que suelen cumplirse cuando el soñador ha muerto. Me refiero a los sueños que tenemos despiertos, a los más improbables. En el cuaderno que me regaló el flaquito, Julio Verne dice que “todo lo que una persona puede imaginar, otras personas podrán hacerlo realidad”. Verne no pudo conocer los submarinos y cohetes, las ciudades flotantes y las tecnificadas, pero muchos pensaron en él cuando se fueron cumpliendo sus sueños y pesadillas: porque no hay que olvidar que también vislumbró la crueldad del nazismo.
Encarnamos, muchas veces sin saberlo, los sueños de nuestros antepasados. He dedicado media vida a honrar los sueños de mi padre. Cada vez que logré algo de mérito pensé en el vendedor de fantasías, imaginé la alegría que sentiría. Pero ignoro de qué remotos ancestros soy un sueño realizado.
He perdido la cuenta de las veces que he leído Cien años de soledad. Lo he recorrido en busca de confesiones íntimas –creo haber encontrado algunas– o de gestos repetidos. Así descubrí que cada vez que un personaje quería expresar afecto lo hacía enseñando a leer y a escribir. No es coincidencia que el más cruel de la familia sea el hombre al que ese gesto le fue dado de manera distraída. En una lectura reciente me llamó la atención el olvido que las generaciones del “futuro” tienen de sus antepasados. Hay en Macondo una calle que lleva el nombre de uno de los Buendía y nadie sabe, ni siquiera sus descendientes, quién fue aquel personaje; mucho menos, los sueños que tenía. La figura completa la tenemos los lectores. Vemos cumplir predicciones y nadie, en el libro, se entera de que vive lo que otros habían profetizado.
Hace apenas un mes ocurrió algo que la humanidad venía esperando por millones de años y lo curioso es que muy pocos supieron apreciarlo. Me estoy cansando de repetir que somos criaturas distraídas que hoy perdemos horas mirando un vestido y al día siguiente fingiendo que nos indignamos. Es tanta la información con que nos abruman que nos estamos quedando sin capacidad para distinguir lo trivial y lo de veras importante.
Más allá de esa naturaleza de la que nos creemos dueños –y de ese entendimiento del que nos están despojando–, sólo hay dos cosas verdaderamente grandes que nos han sido otorgadas: el sol y la luna. Por millones de años hemos visto la luna con estupor. Hemos calculado sus ciclos y hemos sido testigos de su influencia en los cuerpos y en la tierra. Hemos creído ver un hombre que la habita. Le hemos dado atributos femeninos. Ha inspirado sentimientos. Nos ha dado consuelo. Le hemos compuesto poemas. Algunos se secaron el seso tratando de conocerla y, sin embargo, hasta ahora –como la persona amada–tuvo siempre un lado oculto a nuestros ojos.
En febrero pasado, tras larguísima espera, pudimos ver la cara oculta de la luna. Hace medio siglo los rusos intentaron fotografiarla, pero era más clara una polaroid mal sacudida. Ahora –hace sólo unos semanas– por fin se nos ofrecía luminoso, y con lujo de detalles, el rostro esquivo de nuestro cuerpo celeste más entrañable. Lo triste es que casi nadie fue capaz de apreciar la magnitud de eso tremendo que ocurría. Nos encogimos de hombros y olvidamos de inmediato la noticia de los últimos milenios.
Siempre he sido un lunático fanático. Tengo con la antiquísima Selene una relación más íntima que la que llegué a tener con mucha gente. Tal vez por eso me indigna el asunto. Pero, si alguien sospecha que la humanidad ya se extinguió y ha sido suplantada por robots, el desdén con que ignoramos este sueño realizado puede ser la prueba que faltaba.
Oneonta, Marzo de 2015.
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