No es el trueno que rasga el silencio en la tupida selva amazónica, ni el rayo que siembra la tempestad, ni el ruido que produce un avión volando bajo. Ese sonido sobrecogedor es el rugido que anuncia la presencia del Hijo del Sol: el Rey Jaguar.
“El Sol creó al jaguar para que lo representara en este mundo… De la relación incestuosa con su hija, la Luna, nace su heredero, el Dueño de los Animales. El jaguar es un ser solar y lunar, por eso sobre su piel quedaron manchadas las pintas amarillo-negras de su padre, en la parte superior. Abajo, las pintas blancas y negras, propias de su madre…” Así consigna -basado en los aprendizajes adquiridos de las cosmogonías indígenas, por más de treinta años-, el antropólogo y arqueólogo, Carlos Castaño-Uribe, el origen de nuestro Rey de la Selva, en su libro Chiribiquete, la maloka cósmica de los hombres jaguar. (Castaño-Uribe es el responsable de la revelación al mundo del santuario que la Serranía de Chiribiquete, en la Amazonía colombiana, alberga desde épocas del pleistoceno).
Tuve la fortuna de oírle contar los tres encuentros cercanos que ha tenido con estos grandes felinos. (Intentaré ser fiel a su relato).
El primero sucedió en pleno día -en una de sus expediciones científicas, gracias a las cuales sabemos de este tesoro cultural y natural que tiene allí la humanidad-, mientras bajaba al campamento, bordeando una quebrada. Lo vio en la otra orilla, a unos seis metros de distancia, cargando en su lomo fragmentos de luz solar. Muerto del susto, levantó los brazos para aumentar su tamaño y disuadir al animal, según indican los expertos. Un siglo después -unos segundos después, en tiempo real- Su Majestad retornó a la espesura.
“Su poder vive en el gran Cerro Sagrado. Al jaguar le fue encomendado mantener en la tierra, el orden, el equilibrio y la dualidad de su propia naturaleza…”.
El segundo tuvo lugar tiempo después, en horas de la madrugada y a una altura que no suelen frecuentar los herederos del Sol (sobre los mil metros). Castaño sintió pasos de animal grande, sigilosos, que se acercaban justo a su hamaca. Un rugido seguido de un fuerte cabezazo, dos veces seguidas, lo dejaron con los ojos como platos y sin poder mover un dedo hasta que los primeros rayos del sol lo animaron, animaron al grupo, a levantarse. Las huellas inconfundibles que encontraron daban fe de quién había sido el visitante: alguien con la luna peinándose en el reflejo de su panza.
“Los hombres llegan al territorio sabiendo de antemano el papel del jaguar como guía de las fuerzas espirituales…”.
Y el tercero, reciente, ocurrió a las seis de la mañana mientras, agachado –en posición de presa, dicen los que saben-, se lavaba los dientes en el río. Al girarse, ahí estaba parado un lindo gatito de unos 130 kilos, pisándole los talones. ¡Jue pucha!, casi se traga el cepillo. Pero… “decidí, por fin, hablarle sobre la Maloka Cósmica -el sitio de mayor población de jaguares en el continente americano- durante tres o cuatro minutos y empecé a llamar al fotógrafo”, quien, solo al tercer grito oyó y se acercó con los demás. Oh decepción, ya el nuevo mejor amigo, se había ido con su curiosidad a otra parte. Por fortuna, esta vez su imagen sí quedó capturada por la lente de los paparazzis, de la selva, las cámaras trampa.
ETCÉTERA: Y en mi mente también quedó capturada una imagen: la de Carlos Castaño-Uribe como un Hijo del Sol. (No a la caza del jaguar, pasen la voz.)