Hay tres pájaros en un árbol y le disparo a uno. ¿Cuántos quedan? Algunos se atrevieron a responder que dos, pero el hombre tardó poco en sacarnos del error. “El ingenio”, pensé. “Es lo que puede salvarnos”.
“¿Qué es eso chiquito y arrugado que todos llevamos por detrás?” Al principio la pregunta se confundió con las conversaciones de los pasajeros, pero pronto se produjo un silencio general. Hubo algunas risitas. El hombre aprovechó que ahora tenía la atención del respetable y volvió a preguntar. Nadie se atrevió a dar la respuesta que estábamos pensando. Era evidente que se trataba de una adivinanza maliciosa para la que habría una respuesta tan inocente como lógica.
Antes de resignarme al invierno de Siberia me escapé unas semanas al país de los colombios, a recargar con afecto las baterías del alma. Recorrí calles y parques, viajé en trenes y buses, y le tomé el pulso a ese país que ahora está gobernado en cuerpo ajeno. Así noté que la tragedia de los venezolanos sigue siendo una excusa para no ver los males propios. Algunos conservan la esperanza, a pesar de que los forajidos del gobierno son cada vez más descarados. El país es el mismo que dejé hace veinte años: desigual, con unos pocos asquerosamente ricos, con muchos acorralados contra la miseria, y con una medianía de cerebros lavados con toda clase de detergentes ideológicos.
Los espectáculos en semáforos pululan. Algunos disimulan el atraco con una esponja jabonosa. En los buses prosperan los artistas del hambre: vendedores de dulces con historias amargas, cantantes de talentos desperdiciados. Lo único nuevo que encontré fue un hombre que vendía adivinanzas.
Después de jugar con nuestra expectativa, de apelar al humor escatológico que nos viene de España –junto con la inclinación a la trampa– el hombre aclaró que lo chiquito y arrugado no es otra cosa que el codo. Hubo una risa general. El hombre recorrió un tramo del bus, recogió algunas monedas y propuso otra adivinanza.
–Hay tres pájaros en un árbol y le disparo a uno. ¿Cuántos quedan?
Algunos se atrevieron a responder que dos, pero el hombre tardó poco en sacarnos del error.
–Ninguno. No queda ninguno. Porque los que no se murieron se volaron.
“El ingenio”, pensé. “Es lo que puede salvarnos”. Aunque se me ocurría otra respuesta, el hombre de las adivinanzas empezaba a alentar mi esperanza. Estaba a punto de llegar a mi parada cuando propuso un nuevo enigma.
–El hijo de Pedro se llama Pedrito. El hijo de Juan se llama Juanito. ¿Cómo se llama el hijo de Hércules?
Algunos se apresuraron a decir que Herculito, pero la respuesta no era esa. Cuando tuve que bajarme, el hombre repitió la pregunta y fingí dificultad para moverme. Pensé que no tendría tranquilidad si me quedaba sin saber. Demoré mi descenso lo más que pude y, cuando la puerta se cerraba, sus palabras me llegaron como la respuesta de un oráculo.
Ignoro si vender adivinanzas sea señal de que llegamos a la indigencia más extrema. Pensándolo mejor, no estoy seguro de que ese regodeo en la malicia nos conduzca a cuestionar lo que nos dicen. Por lo pronto solo puedo decir, con gran alivio, que el primogénito de Hércules se llama Hércules junior.