En el centro de la mesa se ve un fuego tenue. No es la llama de las brasas rojas ni el crepitar de una parrilla de asado. Es, más bien, un calor controlado, muy paciente, algunos dirían que es casi ritual. Alrededor, los cocineros se mueven con la paciencia que da haber entendido que el tiempo también es un ingrediente. Están en una robata —o robatayaki—, el corazón de una tradición japonesa que convierte el acto de asar en un gesto de unión.
La palabra robata viene de robatayaki, que se traduce literalmente como “cocina a la brasa junto al hogar”. Su origen remite a los pescadores del norte de Japón, en la región de Hokkaido, que improvisaban parrillas de carbón dentro de sus botes o en las casas comunales para preparar los pescados recién atrapados. Usaban un irori, un fogón cuadrado de tierra y ceniza, donde el carbón ardía bajo una cuadrícula metálica. Allí asaban mariscos, verduras, cortes de cerdo o pollo, y los compartían con sake entre historias de mar.

La escena de hoy es muy diferente, pero el espíritu sigue intacto. En los restaurantes robata contemporáneos, la parrilla ocupa el centro del espacio, incluso, hay lugares en los que esta es portátil.
Homenaje y transformación
El fuego ya no está en el piso, sino elevado sobre un altar de madera. En algunos casos, no hay mesas en el centro del salón. Hay barras que rodean la robata como si se tratara de un escenario. Los comensales miran de frente a los cocineros y a sus fuegos: aquí se viene a ver, a oler y a escuchar cómo se transforma un trozo de pescado al contacto con el carbón. Cada vuelta de pinza ocurre a la vista. Aunque no hay espectáculo, sí hay una especie de ceremonia.
En Japón, el humo tiene una densidad distinta en una robata. No ahoga ni molesta. Flota y se integra al ambiente. Es el humo del binchotan, el carbón vegetal japonés hecho de roble ubamegashi, que arde a temperaturas altísimas sin desprender olores invasivos. Deja que los ingredientes hablen: que la grasa del salmón se funda apenas y caiga en gotas lentas sobre el carbón, que el espárrago verde conserve su crujido, que la berenjena se vuelva sedosa por dentro, pero mantenga su piel firme.
El cocinero, en una robata, se encarga de que todo exista en equilibrio. Su trabajo principal es respetar el ingrediente. Por eso, antes de asar, se marina, se sala, se baña en salsa. El tiempo de cocción se mide con la mirada. El fuego no se sube ni se baja: se interpreta. Cuando uno se sienta frente a la robata, percibe un latido que emana del fuego: no es un golpe, es un susurro cálido.

Los pinchos (kushiyaki) son el formato más habitual. Cortes pequeños, pensados para comerse de un solo bocado: muslo de pollo con cebolla larga, tocino con espárragos, calamares miniatura con una gota de limón. Cada bocado tiene una textura propia, una temperatura precisa. La cocina robata no se basa en salsas complejas ni en montajes rebuscados. Lo importante es el punto, la secuencia, la progresión del menú.
En Tokio, los restaurantes robata suelen ser íntimos, oscuros, casi escondidos. En Occidente, han mutado hacia lo espectacular: luces tenues, decoración minimalista, platos servidos con pinzas de bambú. Pero, incluso, en su versión más cosmopolita, conservan una especie de reverencia por el ingrediente. La robata es cocina de raíz, de producto, de técnica precisa.

En Medellín comienzan a aparecer propuestas que reviven esta forma de asar. No es una moda pasajera: es la búsqueda de una cocina más esencial, más directa. En tiempos donde la velocidad impone su lógica, la robata se detiene. Obliga a mirar cómo se dora una piel, cómo se carameliza una salsa, cómo se sirve con dos manos un plato mínimo.
Porque en la robata no se corre. No se habla fuerte. No se come distraído. Se espera, se observa, se agradece. En el fondo, más que un estilo de cocina, es una filosofía. Un homenaje al fuego que no abrasa, sino transforma.