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El final del infierno | ||
Por: Gustavo Arango | ||
Una de las tareas más arduas que he emprendido ha sido la lectura de la Divina Comedia. Varias veces he tratado de acompañar a Dante en su viaje inconcebible; de manera repetida lo he visto saludar a ese Virgilio con quien pudo hallar el rumbo en caminos imposibles; me he adentrado con ellos en el infierno, sabiendo que después de las escenas más “dantescas” y de las penas del viaje se encuentra el paraíso; me he armado de paciencia para interpretar símbolos y para conocer montones de habitantes de Florencia de fines del siglo 13; pero nunca, hasta ahora, había podido salir de los infiernos y entrever la esperanza que ilumina el purgatorio. Muchas razones me hicieron penoso ese viaje. La falta de compañía era una de ellas. Me ha costado encontrar hoy en día gente interesada en ese poema sobrenatural. A la soledad se le suma la ligereza con que el mundo ha llegado a descreer de la imaginería que puebla la obra de Dante. El infierno ya no asusta a nadie. Si hay cielo o purgatorio es algo que tiene sin cuidado a la mayoría. Cuesta encontrar a una persona cuyos actos estén gobernados por el temor a un castigo o por la esperanza de un premio que se encuentran más allá de los confines de esta vida. Pero aún solo y sin creyentes quiero hablar de las sorpresas que ha venido a depararme este viaje hasta el final de los abismos infernales. Quizá no esté de más decir que la arquitectura perfecta del poema está compuesta por cien cantos, de los cuales 34 corresponden al infierno, 33 al purgatorio y 33 al paraíso. Mi último viaje me había conducido hasta el canto XXX, donde fue viva la emoción al comprender que esos gigantes que parecían molinos eran el opuesto perfecto, y quizá inspirador, de los molinos que parecían gigantes en la historia de Quijano el de la Mancha. Resultaba tentadora la idea de que Cervantes había hecho una alegoría del infierno aquí en la tierra. Pero esta vez el arrojo me alcanzó para seguir más allá y me permitió adentrarme en los círculos finales. Los últimos círculos del infierno son helados y derivan sus nombres de traidores. En Caína están los que traicionaron y ejercieron violencia contra los suyos. En Antenora se encuentran los que traicionaron a su patria. En Tolomea se encuentran quienes traicionaron a sus huéspedes. En Judeca, en el fondo más hondo del infierno, están quienes traicionaron a sus benefactores. La distribución podría ser tan solo un capricho de Dante, para quien la traición era el más vil de los pecados, si no hubiera en Tolomea un complejo problema teológico: allí es posible hallar las almas de personas que aún están vivas. La explicación la da uno de los condenados: en el momento en que alguien comete una traición, su alma es conducida a ese penúltimo círculo del infierno, y el cuerpo queda a cargo de un demonio. Uno puede no creer en el infierno o los demonios, uno puede estar convencido de que las religiones están hechas para controlar multitudes; pero, si ha seguido de corazón la profunda reflexión ética que es el infierno de Dante, no puede evitar preocuparse por los riesgos que corre el alma en cada pequeño acto. Saber que el infierno es posible e inmediato para aquel que comete una traición tiene un efecto sobrecogedor. El dolor podría ser insoportable si no llegara a rescatarnos esa luz con que termina el canto XXXIV: “E quindi uscimmo a riveder le estelle”, uno de los versos más consoladores que hayan sido concebidos. Oneonta (Nueva York), julio de 2010. |
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