Una imagen tan brutal como la crucifixión pintada por Matthias Grünewald entre 1512 y 1516 para el monasterio de los monjes antoninos, comunidad religiosa dedicada el cuidado de los enfermos, hoy ubicada en el Museo de Unterlinden de Colmar, en la Alsacia francesa, trastoca la mayoría de nuestras ideas acerca de esa época, poco anterior a la reforma luterana, y exige una apertura mental que, en efecto, no existió durante siglos frente a esta clase de imágenes.
La Crucifixión, de 269 cm de alto por 307 de ancho, pintada al temple y óleo sobre madera de tilo, es solo la tabla central del Retablo de Isenheim, conformado por 8 paneles más que en total miden casi 8 metros de ancho por 6 de alto y está dedicado, en el fondo, a los milagros de San Antonio.
Alegando justificaciones religiosas basadas en la posterior conversión del artista al luteranismo, tanto él como toda su obra cayeron en el más completo olvido, hasta el punto de que el apellido que le damos, Grünewald, es, en realidad, un error. Sin embargo, hasta 1525, tres años antes de su muerte, es decir, todavía en la época en la cual pintó la crucifixión de Colmar, fue el pintor de la corte del príncipe arzobispo de Wurzburg, su ciudad natal. Solo en ese momento, en medio de los conflictos religiosos de la reforma, perdió su cargo en la corte.
Adicionalmente, conviene tener en cuenta que, como seguía siendo habitual en esta época, todos los detalles y las formas de la crucifixión que actualmente conocemos fueron discutidas por el artista con quien encargó el trabajo, el abad del monasterio, y aprobados por este. Y no se puede olvidar, por lo demás, que estas obras por encargo eran rechazadas cuando no cumplían las expectativas, lo que significa que, efectivamente, esta imagen brutal, fea y desgarradora, era la que los monjes querían poner en la capilla del convento, donde se llevaba a los enfermos para que rezaran a San Antonio pidiendo la salud.
Si se revisa la tradición del arte religioso cristiano podríamos encontrar que los temas tratados han variado muchas veces a lo largo de la historia. No entremos en el análisis de los primeros siglos, cuando lo que estaba en discusión era la posibilidad de que en el seno de la correcta doctrina cristiana se crearan imágenes, un debate que muchas veces terminó en herejías, excomuniones y destrucciones masivas de obras de arte. Tras esos conflictos, puede afirmarse que durante unos mil años, ente los siglos 3 y 12, predominaron las imágenes de Cristo como creador y como juez universal, imágenes intemporales que reflejaban el poder divino, más allá de la historia y de sus circunstancias.
Por eso, las imágenes de Cristo crucificado son más recientes, y mucho más las que nos ofrecen una imagen doliente y desgarrada. Porque si los temas tratados han variado a lo largo de la historia, mucho más todavía ha cambiado la manera de enfrentarlos. Y así, de las imágenes de Cristo que con túnica y corona reina desde la cruz, se va a pasar paulatinamente a las imágenes del martirio y del dolor. El final de la Edad Media, que se preocupa cada vez más intensamente por conocer los hechos, no puede dejar de preguntarse cómo habría sido en la realidad concreta la crucifixión y muerte de Cristo. Pero el Renacimiento, sobre todo en su versión italiana, impuso modelos de belleza y de equilibrio que limitaron también lo que podía representar un artista, y a nosotros nos llegó casi siempre esa versión triste, pero embellecida de un hombre perfecto que muere en la cruz.
La de Grünewald es todo lo contrario: un cuerpo horriblemente destrozado, sanguinolento y casi putrefacto, electrizado por ráfagas de dolor insoportables que agitan los miembros en espasmos violentos; la imagen de un sufrimiento tan brutal cuyo solo presentimiento lo llevaba a sudar gotas de sangre, y que permite entender por qué, al borde de la muerte, pueda reprochar a su Padre por haberlo abandonado. Seguramente el pintor Matthias Grünewald, como muchos de sus piadosos contemporáneos, había leído las páginas del profeta Isaías: Cristo, varón de dolores, despreciado, ante quien se vuelve el rostro para no ver algo tan desagradable…
Han pasado 500 años exactos desde que Grünewald plasmó el que consideraba el más brutal y doloroso de los martirios. Y, en realidad, apenas en el último siglo, los artistas expresionistas alemanes empezaron a ver esta Crucifixión como una imagen violenta de nuestro propio dolor. No es casual que en el arte actual el tema de la crucifixión de Cristo no aparezca con la frecuencia de antes: lo que ocurre es que, más allá de la desacralización del presente, la fotografía de lo que muchas veces nos rodea cumple la misma función de develarnos el drama brutal de la existencia humana.
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