Dos asuntos, en alguna medida irreconciliables entre sí, destacan hoy en las reflexiones sociológicas y económicas. Me refiero a la conservación de la diversidad y a la eliminación de la desigualdad. Se dice que “todos los hombres nacen iguales”, pero algunos opinan que sería más exacto afirmar, como alguna vez lo hiciera Margatet Thatcher, que “todos los hombres nacen distintos”. Los hombres (el género humano) difieren en talentos, destrezas, caracteríasticas físicas, ambiente familiar, recursos económicos, salud y mil otras cosas. Las sociedades modernas se precian también de su diversidad étnica, cultural, religiosa y de orientación sexual; muchos sociólogos consideran que estas diversidades no son algo inconveniente sino que, por el contrario, son deseables en más de un aspecto.
La distribución de los ingresos y la riqueza dependen de las siempre desiguales capacidades de las personas (en último término, de la diversidad) y de las oportunidades reales que se les presentan. La solución al problema de la desigualdad consistirá pues en potenciar las capacidades de las personas y en multiplicar sus oportunidades, no en el simple igualitarismo extremo que redistribuye por la fuerza la riqueza y el ingreso. Esta estrategia ha demostrado ser más una amenaza que una oportunidad, como bien lo ilustra el caso de Venezuela, país que ha alcanzado índices de desigualdad mediante la destrucción de la riqueza y del sistema productivo, y nivelando por lo bajo.
Pero hay otras propuestas sobre cómo hacer para moderar la desigualdad. Las teorías más conservadoras sostienen que el sistema se autocorrige y que la riqueza se redistribuye automáticamente hacia abajo mediante una especie de goteo. En consecuencia los gobiernos deberían liberalizar, privatizar y simplemente esperar a que actúen las fuerzas del mercado. Robert Lucas (premio Nobel de economía en 1995) plantea que los economistas deberían centrarse en el reto del crecimiento, dejando de lado el asunto de la distribución. Para Simon Kuznets (premio Nobel de economía en 1971), las desigualdades aumentan en las primeras fases del crecimiento económico, pero a medida que las economías se vuelven más ricas, también se vuelven más igualitarias. La concentración de la riqueza nueva en cabeza de los empresarios que la han generado, sería el estímulo fundamental que impulsa la innovación y el emprendimiento, y compensa los riesgos asumidos. Esto no hace necesariamente deseable la desigualdad, pues no es la desigualdad la que crea la riqueza: es la producción de riqueza la que genera desigualdad. Este tipo de desigualdad sería tolerable hasta cierto punto en los períodos iniciales y medios del crecimiento de las economías, cuando el énfasis está puesto en la formación del patrimonio social.
Otros economistas entre los cuales está Thomas Piketty, piensan que la desigualdad extrema y creciente no es tanto el producto de los períodos de crecimiento, sino una consecuencia natural del sistema capitalista de libre mercado. Por lo tanto, dice, las soluciones consistirían en introducir profundos cambios en el sistema, uno de los cuales sería la creación de un impuesto mundial a la riqueza. Piketty llama la atención sobre el hecho de que las profundas desigualdades económicas amenazan gravemente la democracia y el sistema económico mismo.
Joseph Stiglitz (premio Nobel de economía en 2001), comparte la apreciación de que la desigualdad es una amenaza y agrega que el fenómeno se retroalimenta, pues la desigualdad económica se traduce en desigualdad política y esta a su vez incrementa la desigualdad económica. Stiglitz plantea que “el grado de desigualdad que existe en el mundo no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables”: es el producto de una deficiente gestión de la economía y la política. Agrega que la mayoría de los errores que se cometen en política económica derivan de uno solo: “La convicción de que los mercados se autorregulan y que el papel del gobierno debe ser mínimo”. Según este economista, la solución del problema está en las políticas y estrategias, y no en la introducción de cambios profundos y fundamentales en el sistema. Stiglitz concluye que “el capitalismo es tal vez el mejor sistema económico que ha inventado el ser humano, pero nadie ha dicho nunca que vaya a crear estabilidad”. Por eso afirma que “la regulación y la supervisión del gobierno son elementos fundamentales para que la economía de mercado funcione”. Las desigualdades pueden corregirse con las políticas adecuadas, pero además, las políticas tendientes a disminuir la desigualdad de oportunidades (como lo es notoriamente la inversión en educación), redundan en un mayor dinamismo de la economía, con lo cual las políticas que moderan la desigualdad se constituyen también en políticas de desarrollo.
Es evidente (lo es al menos para mí) que en un país como el nuestro conviene adelantar enérgicas políticas de contenido social, lo cual incrementará la demanda agregada, fortalecerá la confianza en el sistema y disminuirá las presiones sociales; de esta manera se promoverán el crecimiento de la economía y la estabilidad política. Pero esto no puede hacerse a costa de elevar desmesuradamente el déficit fiscal y el endeudamiento. No debemos olvidar que el nuestro es un país que apenas transita por las primeras etapas del desarrollo, lo cual nos obliga a mantenernos vigilantes para conservar el delicado equilibrio entre lo que se desea hacer (y probablemente se deba hacer en algun momento más adelante), y lo que las circunstancias actuales y los recursos disponibles nos permiten hacer. No debemos realizar apuestas tan grandes que compromentan nuestro futuro, ni tan tímidas que nos condenen a la eterna precariedad: debemos gestionar cuidadosa y prudentemente nuestra economía. Me quedo con esta frase de Stiglitz, así pueda resultar polémica: “No es un debate sobre eliminar las desigualdades, es sobre moderarlas”.
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