Con frecuencia solemos criticar la hipocresía, pero, es más común que, a diario, ataquemos a quienes intentan no hacer de las máscaras su único estilo de vida.
Empezaré por decir que tener carácter duele. Tanto como los intentos, la mayoría de veces en vano, por lograr la consecuencia. Contrario a lo que muchos podrían creer, adquirir una marca personal de la que se desprendan rasgos físicos como una voz ruda y psicológicos como la sinceridad, expresada en la incapacidad de mentir, es una aproximación directa a la soledad. ¿Por qué? Porque nos encanta la hipocresía y por años hemos tratado de alabarla bajo una palabra mucho más odiosa: la diplomacia.
Desde que era muy pequeña fui admirada en casa por lo que mi padre y mi madre llamaron carácter e independencia. Mi madre nunca tuvo que levantarse a empacarme una lonchera y era yo quien la despertaba para despedirme antes de irme al colegio.
Siempre me negué a las conversaciones familiares que involucraban historias de otros y, de la mano de mi padre, construí un único credo: la fidelidad a mi misma. Tomaba decisiones, incluso económicas, y tenía una especie de obsesión de ir en contra de la corriente. Los relatos que cuentan de esa niña, me hacen sentir orgullosa.
Pero, todos esos rasgos que eran admirados en casa, comenzaron a causar inconvenientes en la medida en que avanzaba mi vida social. Por mi tono de voz y desmedida sinceridad llegué a ser llamada en más de una ocasión “víbora”. Por irme de las fiestas cuando yo lo deseaba, “amargada”. Por amar descontroladamente “insegura”; por ahorrar, “miserable” y por ser estudiosa me auguraron “arrepentimiento”, pues, decían, “no estaba disfrutando mi paso por la juventud”.
La vida laboral agrandó la lista de calificaciones. Por negarme a usar tacones he sido llamada “loca”. Afortunadamente he tenido trabajos creativos y algunos creen que “soy auténtica”, otros, sin duda consideran que soy mal vestida. Por no permitir que un jefe me grite, me han dicho “altanera” y por regalar la verdad por encima de la mentira, “irrespetuosa”.
Vivo en un tránsito interno con mi vida en el que trato de preguntarme si el problema soy yo. Me convierto en una “dama”, o al menos en lo que se cree que es una, un par de semanas y luego el credo de la fidelidad se termina saliendo así sea por los poros.
Tener carácter, como su etimología lo indica, es de alguna forma tener una marca que nos distingue de los demás, un préstamo grabado que termina por pertenecernos.
No obstante, vivimos días donde el carácter pereciera ser un pecado, una carga que hay que llevar y para hacerlo más soportable, hay que cargarlo con orgullo, lo cual termina por convertirnos en soberbios.
Regalar la verdad como expresión de amor, valorar la libertad como camino de vida y expresar la palabra abierta -y consciente- debería ser un derecho tan universal como la contradicción.
Tal vez se llegue el día en el que llevar una máscara no sea nuestra única alternativa.