Vivimos en un mundo que ama los extremos, donde la conversación es campo de batalla porque pensar distinto se traduce en amenaza; un mundo donde tener una postura tajante, hablar con convicción absoluta y ubicarse en un bando —sin matices ni dudas— es sinónimo de claridad, fuerza y carácter. Y, en contraste, quien se permite habitar la complejidad, quien no se identifica del todo con ninguna orilla, suele ser tachado de tibio, de falto de criterio o de carácter.
Nos hemos acostumbrado a habitar los extremos, a construir nuestra identidad -lo que somos- desde el contraste con lo que no somos, y desde esa lógica, quien no se ubica claramente en un bando es sospechoso y hasta traidor.
Desde la psicología hablamos del pensamiento dicotómico como una distorsión cognitiva frecuente: la tendencia a interpretar el mundo desde una forma rígida en términos de todo o nada. Esta forma de pensar nos ofrece aparente claridad frente a la complejidad, nos da una ilusión de control especialmente en momentos de incertidumbre: es más sencillo decidir que alguien tiene toda la razón y otro toda la culpa. Sin embargo, aunque reconfortante a corto plazo, empobrece la experiencia humana. Al excluir los matices, limita el diálogo y la posibilidad de construir puntos de encuentro; nos vuelve rígidos y reactivos, nos impide integrar y aprender. Nos mantiene divididos, internamente y con los demás.
Esta tendencia no es solo individual, desde una perspectiva antropológica, los seres humanos hemos evolucionado en torno al tribalismo: Identificarse con un grupo y oponerse a otro fue durante siglos una estrategia de supervivencia. Hoy, ese impulso permanece: buscamos pertenecer, y en ese afán, terminamos excluyendo sin cuestionar. Cancelamos, ridiculizamos o deshumanizamos a quien piensa distinto.
Las dinámicas sociales contemporáneas alimentan la polarización. Lo que más visibilidad obtiene es el comentario incendiario, no la postura reflexiva ni la pregunta abierta. Los algoritmos premian el escándalo, la moderación y la mesura no tienen rating; en una cultura que idolatra el drama, el discernimiento y la sensatez no es lo que se viraliza. Los discursos públicos instrumentalizan esta división: nos empujan a tomar partido, a reducir debates complejos a etiquetas simplistas, construyen enemigos comunes y activan emociones básicas como el miedo, la rabia o el orgullo. Nos cuesta separar ideas de personas, y así, discrepar se convierte en motivo de enemistad en lugar de ser una oportunidad para enriquecer el pensamiento.
Pero, ¿y si, lejos de cobardía, nos permitimos ver el coraje que requiere movernos de los extremos y hacer una pausa en el centro, no como una zona de comodidad o evasión, sino como una posición ética y reflexiva? Transitar el camino del medio requiere ecuanimidad para sostener la ambigüedad, apertura y flexibilidad para abrirnos a la posibilidad de que haya verdad en ambos extremos; requiere autoconocimiento para reconocer cuándo estamos reaccionando desde una herida personal, requiere conciencia y sabiduría, y sobre todo, una profunda humildad para reconocer que se puede estar equivocado e interesarse por entender más allá de las propias certezas.
Me pregunto qué pasaría si dejáramos de idealizar las posturas extremas como únicas fuentes de valor y coraje, si escucháramos más y reaccionáramos menos. Creo que descubriríamos que hay fuerza en la calma, que hay dignidad en el equilibrio, y que transitar el camino del medio puede ser sabiduría en lugar de cobardía. El camino del medio, entonces, es una postura contracultural y creo que es un acto de valentía habitar este desprestigiado lugar -en una cultura adicta al blanco o negro- con escucha, apertura y humildad. Tal vez no sea el camino más fácil, ni el más celebrado, pero es -sin duda- uno de los más necesarios.