/ Gustavo Arango
Las entrevistas a escritores empiezan a aburrirme. Tal vez me estoy volviendo viejo pero, cuando encuentro al autor de turno diciendo cosas del tipo “yo no busco, encuentro”, “la escritura no sólo es inspiración”, “uno tiene que encontrar su propia voz”, o cualquier otra babosada, entiendo y admiro la decisión que tomó Salinger de alejarse del ruido que producen los medios.
Alguna vez quise escribir un tratado sobre la entrevista como género de ficción. Quería demostrar que el autor se inventa a sí mismo frente al entrevistador. También quería decir que la entrevista literaria fue un fenómeno del siglo 20, que tuvo su auge y decadencia en cuestión de pocas décadas. Pero la muerte de Susana –mi cómplice en esa idea– dejó el estudio en veremos o, mejor, en no veremos.
Recordé mi tratado cuando leí en estos días El retorno de los brujos, un libro que toda la vida me había intrigado. Debí verlo cuando niño en la biblioteca de algún primo o vecino. Es seguro que estaba en los catálogos del Círculo de Lectores que recibía cada mes. Pero siempre una mezcla de miedo y de vergüenza me impedía leerlo. Cuando niño me asustaba lo que pudiera decir; más tarde me detuvo la idea de que el libro fuera poco intelectual.
Le Matin des Magiciens fue publicado en Francia por Gallimard, en 1960, y hoy es tanto o más fascinante que cuando acababa de salir. Louis Pauwels y Jacques Berguier se dedican a construir un monumento al misterio, a lo inexplicable, a lo críptico, a lo olvidado, a lo que la ciencia no quiere mirar y, lo más importante, a tratar de entender cuál podría y debería ser el destino de la especie humana. Mientras devoraba fascinado las más de quinientas páginas, no podía quitarme la idea de que ese libro había sido una influencia decisiva para algunos conocidos.
No me imagino a García Márquez leyendo tratados enteros de alquimia, pero sí lo veo interesado en los capítulos de este libro sobre el tema: encontrando, en el alquimista que descifra textos, la imagen que necesita, y tomando de allí la idea de adornar a Melquiades con un sombrero de “alas de cuervo”. Es probable que Rayuela no fuera lo que es si Cortázar no hubiera leído este libro. Ahí están los precursores de Ceferino Pirriz, con sus disparates lúcidos. Están las figuras (dice Pauwels: “sueño con escribir una novela en la que todos los encuentros de un hombre, efímeros o importantes, dibujen también figuras, sean lo que tal vez son: un discurso sabiamente elaborado”). Me pregunto si la Maga no será un guiño a ese libro que en francés tiene un nombre más digno.
Ahí viene lo de las entrevistas. ¿Alguien conoce una entrevista en la que García Márquez o Cortázar reconozcan su deuda con El amanecer de los magos? Quizá la omisión se deba a que los escritores sólo reconocen las influencias que los hacen ver inteligentes: Joyce, claro; Faulkner, por supuesto; sin olvidar a Virginia Woolf. El libro del que hablamos se puede confundir con las lecturas baratas, al lado de libros sobre ovnis o manuales para interpretar las cartas. Quizá por eso ninguno reconoce esa influencia. Pero todo este asunto tiene otra vuelta de tuerca. El libro de Pauwels y Bergier insiste en la importancia del silencio para las tradiciones ocultas. Quizá ese par de alquimistas que tanto nos gustan se hayan disfrazado de literatos. Tal vez por eso las cosas que decían no parecían babosadas.
Oneonta, Agosto de 2013.
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