“Aquí, me señalaron, sin ninguna prueba, con sevicia, prejuicio y llenos de odio, dirigentes, prensa tradicional -lo cual es aberrante-, y algunos militantes de la oposición, como si yo fuera el autor”, escribió Petro en X. ¿Y cuándo usted ha señalado sin prueba alguna, con sevicia, prejuicio y lleno de odio a dirigentes y militantes de la oposición, no es igualmente aberrante? Ay, presidente, lo que a usted le sobra en rencor, le falta en autocrítica. Y en gobernanza.
A mí, y a los miles de marchantes del domingo, Colombia nos está doliendo por todo el cuerpo. No puede ser que el miedo, la desconfianza y la desesperanza, que fueron sombra siniestra entre los ochenta y los noventa, vuelvan a serlo ahora, cuando el respeto a las diferencias – la tolerancia, al menos -, parecía ser lección aprendida. ¡Cómo nó! (En qué momento se jodió Colombia – se titula un libro de ensayos que hace tiempos publicó la editorial Oveja Negra -, décadas después, sigue siendo una inquietud abierta).
De ahí que frases como: “El país de la belleza” o “Potencia mundial de la vida”, efectivas para turistas que vienen de paso, nos suenen huecas a los de adentro; pura semántica. Porque hay otra cara que ellos no ven y nosotros padecemos, la de los odios sistemáticos que están a la vuelta de la esquina – no lo digo yo, lo dice la historia patria -, no podemos hacernos los de la vista corta. Somos un país de alto contraste. Lo sucedido a Miguel Uribe Turbay y su familia – a tantos compatriotas y sus familias – que nos tiene arrugado el corazón, no sólo deja en evidencia que hay colombianos – ¿muchos?, ¿pocos? -, para quienes, como en la ranchera de José Alfredo, la vida no vale nada, sino que más allá de los problemas conocidos (narcotráfico, corrupción, impunidad, desigualdad…), hay una condición que nos está enrareciendo el alma: la incapacidad de entender, compartir o experimentar las emociones de los otros. Se llama ecpatía y es lo opuesto a la empatía.
Desde la noche misma del atentado, cuando lo único que importaba era la salud del joven congresista, políticos y bodegueros soltaron la lengua. La mayoría de los primeros – hay que reconocerlo -, llamando a la unidad y a la calma, mas no faltaron los que vociferando desde las afueras de la clínica, intentaban sacar réditos para sus propias campañas. (Ecpatía). Y los segundos, sin excepción, poniendo a circular especulaciones y comentarios casi justificativos, que soy incapaz de reproducir por su miserableza. (Ecpatía).
La realización del concierto de RTVC, cuando todavía resonaba el eco de las balas. (Ecpatía). Las apariciones del presidente Petro, en medio de sus desvaríos y desconexión, lanzando frases en árabe y buscando ser él la víctima -lo cual le priva-, firmando decretazos y tomando decisiones autocráticas. (Ecpatía). El trino retorcido de la senadora Isabel Zuleta: “Sólo espero que la Fundación Santa Fe no se preste para estos fines y no estén preparando ningún anuncio medico en unas horas, cuando será el debate sobre la reforma laboral y la consulta popular” (Ecpatía). Y así, los ejemplos sobran.
En qué momento se jodió la esencia de los colombianos, titularía yo hoy, si fuera la editora del libro mencionado.
ETCÉTERA: Hay que desarmar el lenguaje, sí, pero si no se desarma el espíritu… Lo dicho: el asunto no es de semántica.