Los empresarios millonarios de Nueva York en los años cuarenta buscaban ganar prestigio y respetabilidad frente a los aristocráticos europeos que los miraban con no disimulado desdén. Su estrategia, consistente en adquirir obras de arte, tenía no obstante un serio problema: lo ignoraban todo sobre el tema. Entonces hicieron su aparición los que habrían de dominar la escena del arte en las siguientes décadas: los teóricos, los marchantes y las casas de subastas.
Los críticos más influyentes de posguerra fueron sin duda Clement Greenberg y Harold Rosenberg. Su tesis principal giraba en torno a la pureza del arte. Era necesario, decían, obtener la quintaesencia de lo artístico mediante un proceso de depuración que exigía desechar todo lo accesorio. Se empezó por la perspectiva, el volumen, la figura. Así se llegaría al corazón de la pintura, a ese núcleo central que hace irrelevante todo lo demás. La obra de arte se encogía mientras la teoría crecía desmesuradamente. La oscuridad de la teoría, y por ende la de la obra, no debería preocuparnos; ya Tristan Tzara lo había dicho: “Cualquier obra de arte que pueda ser entendida, es la obra de un periodista”. El arte se apartaba así no solo de la naturaleza, sino del público.
En cuanto a la belleza, se adoptó la fórmula de Greenberg: “Todo arte profundamente original parece feo al principio”. La afirmación se transformó sutilmente: “Toda obra nueva que pareciera genuinamente fea pasó a tener un extraño atractivo” observó Tom Wolfe.
En poco tiempo se enfrió el fervor del Expresionismo Abstracto. Era necesario algo más aséptico, más impersonal, más puro; había que continuar despojando al arte de atributos y elemetos. Con el Op Art la teoría pretendió eliminar el objeto mismo, se argumentó que el cuadro no era en realidad un objeto sino una abstracción perceptiva. Pero el Op Art se extinguió sin mayores consecuencias.
Apareció entonces el Pop Art. Sus defensores aseguraron que este movimiento no hacía obras figurativas o realistas, lo cual desde luego habría sido considerado inaceptable, sino que su arte consistía en un sistema de símbolos abstractos y planos. Muchas personas no tomaron totalmente en serio la explicación de los teóricos y prefirieron divertirse con este simpático arte que le abrió las puertas al Kitch, tan detestado por el adusto Greenberg. Es posible que el Pop Art haya sido el comienzo del fin del reinado de los teóricos. A estas alturas en el proceso de depuración del arte se había eliminado al propio artista, pues las obras no eran ya producidas por él; esa tarea se les dejaba a unos obreros en un sucio taller. El artista se limitaba a firmar. Fue la consagración del arte como marca.
Con el siguiente movimiento el arte avanzó un paso más en la vía de la despersonalización y desmaterialización: llegó el minimalismo. Ya no necesitamos, dijeron los críticos, que el espectador se detenga ante la obra; ésta debe ser percibida de un solo golpe de ojo; la obra debe ser rápida.
Debido a que el intento del Op Art había resultado fallido, seguía existiendo una obra física; aunque se tratara de una obra rápida, era de todos modos un objeto. Los teóricos se dijeron: si la obra es un objeto que surge de una idea, pues eliminemos el objeto y dejemos la idea: fue el Arte Conceptual. Resultaba desde luego muy forzado seguir considerando el Arte Conceptual como un desarrollo de la pintura, y aceptarlo como una de las artes plásticas era ya un contrasentido. Tal vez sería preferible, como hacen algunos, empaquetarlo con las artes escénicas o con la literatura y trasladarles el asunto a los críticos de esas disciplinas.
Lo que siguió después fue sorprendente: las teorías y los críticos empezaron a perder peso y también lo hicieron las galerías y los marchantes. Atrás quedaron los museos de arte moderno, que pasaron a convertirse en auditorios o en símbolos arquitectónicos de las ciudades, muchas veces semivacíos o en todo caso sin que importara mucho lo que contenían. También a los grandes marchantes como Leo Castelli (muerto en 1999), Mary Boone y Larry Gagosian les llegó el ocaso. Y desaparecieron los grandes críticos. Hoy pocos creen, o siquiera citan, sus teorías. De repente todos abrieron los ojos y vieron la gran verdad de las palabras de Barnett Newman: “La estética es para el artista lo que la ornitología para los pájaros”.
En los últimos años del siglo XX el arte quedó en manos de los expertos en mercadeo. Los artistas, los museos y los coleccionistas, son ahora marcas que se crean y se hacen grandes con las comunicaciones y con el escándalo. Lo mejor debe valer más, pensábamos antes, y era un asunto de justicia; lo que vale más es lo mejor, se dice ahora, y se trata de un asunto práctico. Pocos se preocupan hoy por escudriñar en su interior para identificar lo que les es más grato; basta con echar un vistazo a la lista de precios para saber qué es lo mejor. Los megacoleccionistas como Charles Saatchi (cofundador de la agencia de publicidad Saatchi y Saatchi, una de las mayores del mundo en los ochenta) y las casas de subastas se hicieron dueños absolutos del campo. Pero tal vez no por mucho tiempo. Un vientecillo fresco entra por una rendija; nos dice que quizás nuestro gusto personal volverá a ser el que dicte lo que queremos adquirir, o aquello frente a lo cual queremos gastar nuestro tiempo. Quizás el arte vuelva a ser una de las formas de la felicidad, no un asunto de teólogos, ni de moralistas, ni de negociantes. Tal vez el sentido de la belleza acabe devolviéndonos el arte que nos secuestraron en el siglo XX.
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