En épocas pasadas resultaba obvio que existía una especie de lógica, del proceso histórico y estético, que obligaba al artista a continuar por un camino que se heredaba de los maestros anteriores. Y, si bien, se podían escoger ciertas desviaciones o senderos alternativos, la dirección general no se ponía en duda y, de cierta manera, existía una narrativa que indicaba qué era lo que se debía hacer.
Así, por ejemplo, desde el Renacimiento del siglo XV hasta finales del XIX, la idea predominante era la del arte como representación de las apariencias de las cosas y como búsqueda de la belleza, aunque efectivamente a lo largo de los siglos hubiera interpretaciones distintas de lo que eso podía significar.
Pero, en un proceso que se extiende a lo largo del siglo XX, el arte contemporáneo rompe con la lógica de esa narrativa y, por decirlo así, los artistas no están obligados a que su obra continúe la historia anterior o se parezca a lo que viene del pasado. Dicho de otra manera, se desliga de las exigencias académicas de la tradición, incluso sin entrar en conflicto con ellas, y, en principio, cada artista es libre para desarrollar su trabajo en la dirección que considere la más adecuada para su proyecto creativo.
Y, en ese mismo orden de ideas, también cambia radicalmente la figura del artista; por ejemplo, en las condiciones con las cuales se identifica, en su relación con el desarrollo de la propia obra, en la manera de establecer vínculos con el público y, en definitiva, en la forma de relacionarse con el sistema del arte o de apartarse de él. Son ideas sueltas que pueden ser útiles para aproximarse al trabajo pictórico de Ignacio Arizmendi.
Ignacio Arizmendi es un prestigioso periodista que goza de especial reconocimiento como columnista de opinión, una labor de investigación, reflexión y creación a la cual ha dedicado su vida profesional. Pero, al mismo tiempo, es un artista poco común, que asume esta otra faceta de su actividad creativa con ciertas dosis de escepticismo y de privacidad, unidas, según creo, a una experiencia de alegre descubrimiento que lo satisface y que deja en segundo plano el interés de que su obra sea reconocida.
Aunque solo desde la época de la pandemia Ignacio Arizmendi ha trabajado de forma más sistemática en una serie de personajes, de la cual forma parte el Homenaje a Fernando Botero, de 2024, reconoce que su inclinación hacia la pintura estaba latente ya desde su infancia.
Recuerda la emoción con la cual, siendo un niño, coleccionaba las pinturas impresionistas que aparecían en la revista Selecciones, y la satisfacción que le producía ser el dibujante estrella en los años de la educación primaria. Incluso pasó brevemente por los talleres de León Posada y Pascual Ruiz. Pero luego, durante muchos años, otras realidades y trabajos ocuparon su vida y la pintura quedó en el olvido.
Por eso resulta tan impactante el desarrollo de los últimos años que, a primera vista, alguien podría calificar como intempestivo. Pero nada es casual. En realidad, estamos frente a la manifestación plástica de intereses y actitudes intelectuales que se han ido enriqueciendo a lo largo de toda la vida. Quizá, en primer lugar, deba afirmarse que el cuidado en la reflexión y el rigor en la escritura de sus columnas de opinión implican una posición vital que podría definirse como “estética”, que ahora encuentra otra forma de manifestación.
Por eso, de alguna manera, la estructura conceptual es similar. También como pintor, Ignacio Arizmendi asume una actitud intelectual; cuando se enfrenta a un problema o a un personaje, parte de su propio punto de vista, sin que le preocupen corrientes más o menos de moda, lo que, como se ha dicho, es característico del arte actual; tampoco se detiene en las apariencias, sino que busca entrar en el sentido de la realidad que analiza.
Ignacio Arizmendi no es un pintor autodidacta. Por el contrario, de cierta forma, en estos trabajos se recoge toda una vida de crecimiento interior. Frente a su obra vienen a la mente casos similares en la Historia del Arte. Y afirmaciones que aquí encuentran un justo lugar: como cuando Leonardo afirma que todo pintor se pinta a sí mismo; o cuando Cézanne reivindica que el arte es una forma de pensamiento.
Una obra que de otra manera, y ya no en columnas de opinión, encarna aquella idea básica de la ilustración y la libertad, según la cual uno debe tener el valor de atreverse a pensar.