Muchos años después pude entender esa frase, que me la dijeron en el curso prematrimonial, al que fui para que me dejaran casar de blanco y por la iglesia.
Recuerdo muy poco esos días después de que nació Cristóbal, pero la imagen de una mujer que no conocía frente al espejo, la tengo clavada en mi mente.
Hasta ese día que la vi, yo era Juliana, una niña descomplicada y segura de sí. Era la hija alegre, la hermana a la que siempre se la montaban, pero igual se reía, la amiga que estaba lista para las que fueran, la empleada incondicional, la esposa enamorada y detallista.
Mirando mi propio reflejo, sin embargo, no me reconocí. Solo veía una mujer pálida, con una barriga posparto que parecía de seis meses de embarazo. Tenía los ojos hinchados de llorar, la piel porosa, los senos gigantes tallados por sus propias venas y la cicatriz de mi primer cáncer de tiroides, muchísimo más oscura de la cuenta, como haciéndose notar.
Lloré y lloré y lloré. Baby blues le llamamos a ese sentimiento profundo y doloroso las personas a las que nos cuesta admitir que podemos estar deprimidas después del parto. ¡Cómo es posible! Es un hijo, ¡un hijo!, que hasta dicho por mí en mis momentos más cursis, pueda hacerlo sentir a uno como que le faltara un pedazo.
Esa seguridad que me caracterizaba se había convertido en un sartal de dudas. La incondicionalidad se había transformado en un manual de condiciones. El cariño y la alegría se habían convertido en una nostalgia eterna en forma de mamitis y papitis aguda. Y el amor esposo-céntrico, que siempre había girado como la Tierra alrededor del Sol, había salido sigiloso de su órbita.
Fue mucho después (diría que años y otra hija después) que pude entender aquella frase que me dijeron en el curso prematrimonial, al que como muchos, fui para que me dejaran casar de blanco y por la iglesia: “el amor es una elección”.
Todos los días hago las paces conmigo misma. Elijo valientemente amarme, porque no hacerlo sería mucho más fácil. En serio. Tengo tantos defectos. Y me encanta observarlos bajo la lente de una lupa para verlos como son: ¡grandes!
Todos los días elijo valientemente amar a mi esposo, porque no hacerlo sería mucho más fácil. En el olvido está la razón por la que empezamos a caminar juntos, y honrarla, a pesar de tantas cosas que se nos han atravesado en el camino cuesta mucho.
Todos los días elijo valientemente amar a mis hijos, porque no hacerlo de voluntad sería mucho más fácil. ¿O acaso no nos han dicho siempre que el amor de los hijos es por defecto?
Amar es ser conscientes de soltar con confianza y de estar listos para recibir en formas que a lo mejor no conocemos. Amar es una elección de vida que se hace todos los días.
Valientes somos por elegir. No lo uno, no lo otro, pero sí por elegir.