El misterio está en el aire, en esas callecitas propicias para el secreto. En Córdoba, después de visitar los sitios turísticos, conviene cerrar los ojos para entender su significado.
El sur de España tiene un encanto especial. Su historia no está libre de crueldades, pero esas mezquitas convertidas en catedrales, esas ruinas romanas, esas infaltables juderías, esas plazas y calles estrechas y coloridas nos recuerdan que el hombre se hace mejor cuando las culturas aprenden unas de otras.
Por razones que parecen obvias, el turismo prefiere a Sevilla y a Granada. Pero la joya verdadera es Córdoba, ese territorio mágico a orillas de un incipiente Guadalquivir y recostado a las faldas de la Sierra Morena. En Córdoba había estado de paso y, ya que estaba en Madrid, decidí visitarla. Un bus de veinte euros y un cuarto barato en el centro me volvieron cordobés por unos días.
Aquí la arquitectura también deslumbra: el puente romano con sus músicos flamencos, la mezquita-catedral, el alcázar de los reyes cristianos o la ruina lujosa de Medina-Azahara.
Pero el misterio está en el aire, en esas callecitas propicias para el secreto. Si, como dice el poema, “No hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”, en Córdoba, después de visitar los sitios turísticos, conviene cerrar los ojos para entender su significado.
En tiempos del Imperio Romano este lugar era la capital de la provincia del Betis. Esta fue, hace mil años, la ciudad más próspera y más culta del mundo. Aquí se salvó el legado clásico y se gestó el Renacimiento. Entre los siglos diez y doce fue cuna de traductores, filósofos, médicos, astrónomos y matemáticos.
Aquí fueron amigos Averroes –el sabio musulmán– y Maimónides –el sabio judío. Aquí mismo, con mil quinientos años de diferencia, nacieron Séneca y Luis de Góngora. En estas calles transcurrió la infancia de Avicebrón, el autor de La corona, uno de los poemas más hermosos jamás escritos.
Y, como si fuera poco, aquí nació y vivió y batalló y murió enojado con el mundo Ibn Hazm, prolífico como pocos, autor de El collar de la paloma, uno de los libros más sublimes sobre el amor:
“Yo, que he gustado los más diversos placeres y he alcanzado las más variadas fortunas, digo que ni el favor del sultán, ni las ventajas del dinero, ni ser algo tras no ser nada, ni el retorno tras una larga expatriación, ni la seguridad después del temor y de la falta de todo refugio tienen sobre el alma la misma influencia que la unión amorosa, sobre todo si la han precedido largos desabrimientos y ásperos desdenes que han encendido la pasión, alimentado la llama del deseo y atizado la hoguera de la esperanza”.
Algo especial ha de tener el aire de un lugar donde su gente entiende tanto sobre el alma.