Se la terminan de robar esos generadores industriales de “competencias” llamados colegios. Y so pretexto de que es esencial para la supervivencia, al niño lo afanan y lo angustian en una experiencia escolar que ha terminado por parecerse al terrible mundo que nos inventamos los adultos. Clases, reuniones, extracurrilares, tareas, exámenes, pruebas de toda clase. Y el niño anda con afán, y llega a la casa con afán, y está con sus padres con afán. Ni decir que lo levantan con afán y le embuten un insípido cereal con afán. “Porque tenemos que verificar que el niño no esté atrasado, porque tenemos que darle a los padres la idea de que el niño está avanzando, y el producto está quedando bien terminado”.
Y ni qué decir de la pobre adolescencia. El folclórico Evo se lo atribuyó al pollo con hormonas –y no descarto que tenga algo de razón– pero yo creo más bien que los niños están obligados a crecer rápido. Y si quiere ver las consecuencias desastrosas del afán en los jóvenes, observe que no son capaces de seguir la coherencia de una conversación larga, que no entienden oraciones prolongadas, que se desesperan con cualquier espera, que su tolerancia a la frustración es muy inferior al 0. A mí me da mucha risa el lema juvenil de “vive el día” de los jóvenes, porque lo único que no viven es el día, porque ese carpe diem lo que expresa es la incapacidad del presente, la avidez enfermiza de un futuro inexistente: el afán.
Pero todo ese afán, esa ansiedad, ese futuro sin presente solo nos sirve para enrutarnos hacia una carrera cada vez más estrecha, ¡una carrera de ratas! No en vano usamos la palabra carrera tanto para la universidad como para el trabajo: “Estoy haciendo tal carrera”, “fulanito puede hacer carrera en tal empresa”. Y sí, el lenguaje no falla. El pobre pelao entra a la carrera y la carrera, ahora sí, nunca termina. Porque siempre estamos en deuda: de plata, de posgrados, de tareas. Y así se vive esta maldición contemporánea del afán.
Y una vez salimos al ruedo, sentimos los residuos de adrenalina los domingos en la tarde, pequeñas crisis de pánico nos atacan, las depresiones nos persiguen. Y los terapeutas no entienden que somos sobrevivientes, que vivimos una vida inhumana por afanada y que la ley que nos gobierna es la ansiedad y su correlato la indigestión.
Si, como dice la cultura express, el tiempo es el comodity más valioso, o como lo dice la calle, “el tiempo es oro”, entonces el afán es la experiencia contemporánea de la carencia. Los afanados son los verdaderos pobres del presente. Por eso, cada vez soy más abiertamente admirador de los tiempos del vago, y de esas pequeñas revoluciones de las personas que se mamaron de vivir arriadas.
El afán es una necesidad en nuestra época, pero también una decisión. Y saber distinguir entre ambas es el gran reto que tenemos. Lo es por dos razones fundamentales: la primera, bien importante, es que “no por mucho madrugar amanece más temprano” y la segunda, la más importante, es que el alma anda en burrito, y por eso todos los afanados son desalmados.
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