/ Gustavo Arango
Ya estoy cansado del 2018. Me agotaron la paciencia sus elecciones y su mundial de fútbol, su crueldad y sus trivialidades, sus chisgarabises, sus zurriburris y sus pendejadas. El 2018 tiene más de lo que un ser humano puede soportar. Si alguien tuviera en cuenta mi opinión, sugeriría que nos lo saltáramos.
Me tiene hasta aquí la discusión interminable sobre asuntos de pelotas: que si Falcao llegará “acabao”, que si James es o no Cristiano, que si a Bacca lo están esperando para enderezarlo, que si Teo, que si a Jackson lo vieron sonreír, que si los atorrantes del micrófono, que los tejemanejes de los dirigentes, que los niños vendidos como esclavos por sus padres, que si a la Fifa la llamarán la Fufa, que Pekerman y sus favoritismos, que el grupo que nos tocó, que la estrategia para derrotar a Alemania, que si Messi, que si Pelé, que si Maradona, que si los dientes de Suárez y el manicure de Ospina, que si esto y aquello y lo de más allá.
Decía un tango, que aún se canta, que el mundo fue y será una porquería; pero en el 2018 parece decidido a ser más porquería todavía. Que el crimen organizado, que los secuestros, que los atentados terroristas, que los robos a la salida de los bancos, que el toque de queda dictado por el crimen organizado, que si masacres, que si tragedias anunciadas en barrios populares y pueblos abandonados, que si criminales moviéndose y campeando como Pedro por su casa.
Y de las elecciones ni me digan: que si Santos y Uribe fueron siempre amigos secretos, que la paz, que la guerra, que los diálogos eran sólo por charlar, que los micos, que los candidatos negociando lealtades, que la esperanza, que las chuzadas, que los chuzados, que el mesías y los doce apóstoles, que el parque natural “los que estorbaban”, que el futuro, que el candidato asesinado, que el partido diezmado, que el reyecito con ganas de volver a sentarse en el trono y las hordas llevándolo en hombros “porque hay que ver lo verracos que somos”.
Me tienen hasta la coronilla las redes sociales y los militantes del teclado: que los derechos de las lechugas a morir dignamente, que los videos virales, que el virus que acabará con la humanidad, que el meteorito que hará con nosotros lo que un pariente suyo hizo con los dinosaurios, que los desnudos filtrados, que los videos de policías cazando negros, que los gatos bailando el serrucho, que el fin de Facebook y el surgimiento de Arsebook.
El 2018 aún no llega y mi paciencia con ese año ya llega al límite con las tonterías de los medios: que los sobrevivientes en Desafío Marte, que las escandalosas revelaciones de Pirry y de Séptimo día, que las listas de recomendados, que la campaña de Soho para empelotar al país, que el turismo sexual, que la legalización de la marihuana, que los impuestos, que los metros, que las tarifas.
Pero lo que más me cansa de este año maldito son las alegrías tan pendejas con que quieren embobarnos: que es que somos el país más feliz del mundo, que la fauna y las riquezas naturales, que el alumbrado más alumbrador, que el triunfo que logramos en la vuelta a Nepal, que la racha de Miss Universos, que Donald Trump reconoció que Colombia existe y hasta dijo que queda en Sudamérica, que el Nobel de Medicina para Patarroyo y el de literatura para Héctor Abad o Juan Gabriel Vásquez –y que los dos han prometido aprender a escribir si se lo ganan–.
Les juró que no sé cómo voy a soportarlo. No puedo más con el 2018. Cuándo será que se acaba.
Oneonta, junio de 2015.
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