La obra de Ramírez Villamizar en la portada de Vivir en El Poblado es una de las trece esculturas de este artista que están en la UdeA.
En 2002, tras una amplia exposición de su obra en el campus universitario, Eduardo Ramírez Villamizar (Pamplona, 1923 – Bogotá, 2004) donó a la Alma Máter una gran cantidad de esculturas. Trece de esas obras han pasado a formar parte del Museo Abierto, en distintas sedes de la Universidad de Antioquia, y ofrecen el recorrido más completo que existe en la región sobre el trabajo de quien es, sin duda, uno de los más importantes escultores del país, figura fundamental en el desarrollo del arte moderno.
Desde finales de los años 40, el artista se dedica a investigar las posibilidades de la abstracción geométrica. Pero, a diferencia de la corriente predominante en el contexto internacional de la época, que privilegia un rigor intelectual y en cierto sentido metafísico, la suya es una abstracción cargada de poesía y de sugerencias históricas, a partir de la revisión del arte colonial y del estudio sistemático de las culturas prehispánicas.
No se trata, en ningún caso, de crear obras semifigurativas, una alternativa con muy buena acogida a mediados del siglo pasado, que consistía en geometrizar las formas de los objetos, para “modernizarlos”: en definitiva, allí seguía importando, sobre todo, la apariencia superficial de las cosas.
Ramírez Villamizar, por el contrario, atraviesa la superficie de los objetos y va en búsqueda de su sentido, es decir, de la resonancia que producen en nosotros. Pero ese camino sólo puede ser planteado a través de la intuición poética. Y la creación de la obra busca, en definitiva, producir en nosotros un impacto que desencadene un proceso poético análogo al suyo.
No hay descripción sino intuición. Al llegar frente a este Traje ceremonial sabemos que se trata de una realidad ancestral, un hecho que nos lleva fuera de nuestro propio tiempo; de hecho, no interesa siquiera la referencia a una cultura específica. Aunque el observador puede saber desde antes que Ramírez Villamizar se dedicó durante mucho tiempo al estudio de los incas, quizá eso ya no sea tan importante. Basta dejarse llevar por el ritmo de los ángulos del metal con sus luces y sombras; pero, por supuesto, hay que “dejarse llevar” para que la resonancia poética pueda ser eficaz.
Y junto a ello, el óxido del metal, que no es descuido sino valoración del transcurrir de la existencia: el artista piensa que es la mejor manera para hacernos sentir la conexión orgánica con la tierra, de donde procede todo lo que somos y a donde regresa todo lo que existe.
La obra está ubicada en el bloque 19, correspondiente a la Facultad de Ingeniería.