Por: Juan Carlos Orrego | ||
Un día perdido de la cuarta década del siglo 16, la hueste de Sebastián de Belalcázar salió de Quito con la idea de cazar tesoros indios en las tierras hoy colombianas. Un nativo que bajaba hacia el sur fue interrogado por un soldado hispano a propósito de la existencia de riqueza por aquellas tierras. El solitario viajero dijo que muy lejos al norte, en Cundirrumarca, había un reino muy rico cuyo cacique se cubría de oro pulverizado antes de zambullirse en una laguna. Cuando se le preguntó qué cacique era ese, el indio dijo: “Luis Carlos Galán Sarmiento”.
Tan absurda como esa historia ficticia es la ley que ordenó cambiar el nombre del aeropuerto “El Dorado” de Bogotá, rebautizado con el nombre del caudillo liberal por obra de un entusiasmo demente y politiquero. El despropósito es enorme: una figura enraizada en los infinitos tiempos del mito se trueca por la efigie de un personaje apenas vigente en los últimos segundos de nuestra historia. Hay que decirlo con claridad: Galán debe buena parte del aura legendaria que lo baña a su muerte trágica, acaecida en Soacha hace poco más de veinte años. Imagino que, de no haber sido disparadas esas balas, el santandereano habría sido un presidente como tantos otros: la historia lo habría obligado a descorrer los cerrojos de la apertura económica, habría capitaneado —como César Gaviria, su impensado sucesor— una transformación desastrosa de la ley general de educación, lo habrían fustigado los gremios de trabajadores y el humor crítico de Jaime Garzón y, qué duda cabe, hoy sería otro de los ex presidentes malqueridos por Álvaro Uribe Vélez. Al lector desprevenido le extrañará que un cambio de nombre tan lesivo de nuestra identidad amerindia se dé justo en el año del cacareado Bicentenario. La verdad, sin embargo, es que de la gesta política conmemorada no emanan olores indios: en 1810 solo ocurrió que algunos señoritos santafereños pidieron ser admitidos en una junta de gobierno, mientras que, en 1819, el “Amo” Bolívar erigió una independencia que no cambiaba radicalmente el sistema de tributación que pesaba sobre la población aborigen. Algo debe significar que, en las guerras promovidas por el “Libertador”, los indios pastusos prefirieran pelear al lado de los chapetones. Especulo que, por pura revancha política, la imagen de un magnífico cacique —con un caimán como guardaespaldas— fue borrada del primer escudo de la Gran Colombia, donde con el correr de los tiempos se acomodó una cornucopia con monedas acuñadas, un gorro frigio y un par de barcos mercantes. Me asusta pensar en las consecuencias que puede tener el segundo bautizo del aeropuerto, de no fructificar los recursos que la gente sensata busca interponer contra el adefesio. Se entusiasmarán todos esos políticos de pacotilla cuya pasión es promover homenajes y sobar la chaqueta del poder. Quizá algún concejal marrullero proponga que, como el cacique Nutibara realmente no habitó en el Valle del Aburrá, la famosa montañita de la calle 30A debe llevar el nombre de “Cerro Antonio Roldán Betancur”. También puede ocurrir que topónimos prehispánicos como Itagüí, Ebéjico, Caramanta y Dabeiba sean reemplazados por el nombre de curtidos patricios de la Asamblea Departamental, esto es, de los que son caciques sin llevar plumas en la cabeza. Definitivamente, mientras más pasa el tiempo, más novelescos parecen los artículos de la Constitución que dibujan con colores optimistas la figura indígena. La dolorosa verdad ya la dijo el Inca Garcilaso de la Vega, hace cuatro siglos, en nombre de todos sus hermanos: “Trocósenos el reinar en vasallaje”. |
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