Los recuerdos de mis cinco años permanecen vivos en un callejón que está ubicado dos cuadras arriba de la antigua escuela Julio Sanín de Rionegro. En esa casa, y en otras del Oriente de Antioquia en las que habitan mis memorias de infancia, siempre escuché hablar de una suerte de valor no incluido en los libros de ética y moral, un valor que al mismo tiempo era un milagro, una forma de relacionarse con el mundo y, para mi mamá, tal vez lo más hermoso que una persona podía tener. De alguna manera se empeñó en cultivar algo de eso en mí. A ese valor lo llamaban “don de gente”.
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Tener “don de gente” era muchas cosas por aquel entonces. Era una forma especial de hablar, que nos hacía sentir a todos en confianza y acogidos. Era una actuación singular, que expresaba amabilidad y que, lejos de la comunicación verbal, resultaba empática y compasiva. Era un camino en el que las relaciones se convertían en lo más importante, especialmente, aquellas que partían del cuidado, las acciones que configuraban a alguien como un buen vecino, una buena persona y un ser humano que resultaba agradable a los demás. Tener “don de gente”, lo era todo.
Había muchas personas con don de gente cerca de mí. Doña Socorro, que hoy combate los segundos con un cáncer de piel, tenía y sigue teniendo ese “regalo de los dioses”. Doña Margarita, mi vecina desplazada de San Francisco y que por meses todos los días me dio comida en las noches, tenía don de gente. Rogelio, el mejor amigo de mi mamá que trabajaba en la Nacional de Chocolates y me llevaba chocolatinas de regalo cada semana, tenía don de gente y lo sigue teniendo ahora cada que atiende mi llamado de auxilio porque la nevera o la estufa tuvieron un daño en particular. Mi madrina, Beatriz, estaba y está llena de don de gente y, aunque por estos días no la veo mucho, estoy segura de que siempre tendré en su casa un plato de frijoles calientes esperándome. Tuve muchas más personas con don de gente cerca de mí y hoy día lo considero una fortuna, el regalo de mis días.
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Y es que el Oriente antioqueño está repleto de personas con “don de gente”. Mi compañero de vida es un ser bastante citadino que terminó en estas tierras por mí y, cada que le pregunto qué es lo que más le gusta de vivir acá me dice: “Que todo el mundo es muy amable”; yo le respondo que es por acá “a todos nos enseñaron a tener ‘don de gente’ ”.
En días donde veo a las personas criar a sus hijos enfocadas en lo que saben y poco en lo que son, pienso en ese empeño casi desmedido de mi mamá por hacer de mí una buena persona. Tener una hija con “don de gente” era su única aspiración (no soy madre y esta puede resultar una crítica bastante ligera, sabrán disculparme). En días donde tener la mejor casa, atender con los mejores vinos (que esto es delicioso) y conducir el mejor carro, resulta más importante que ser amable, siempre pienso en Angelita, don Diego y doña Adela, mis vecinos, personas auténticas, que hablan y se ríen duro, que tienen “don de gente”. En días donde los que incluso llamé algún día amigos me tiran la puerta en la cara por una posición política exacerbada, pienso en lo afortunada que fui de haber conocido ese algo que no es un valor, que no aparece en los libros, pero, que, resulta serlo todo: el “don de gente”. ¿Por qué nos cuesta tanto ser amables?