/ Gustavo Arango
Empiezo a creer a quienes profetizan la muerte de Facebook. Esta semana he pensado un par de veces en desaparecer y dejar al millón de amigos hablando solos. No ha sido por las invitaciones a jugar, ni por el ‘bullying’ que alguno haya querido ejercer en mi ‘pared’, ni siquiera por los chismes y las noticias (que me mantienen enganchado). Pienso irme por culpa de la literatura o, mejor, por lo que hacen con la literatura. Cuando visito una librería me pregunto qué sentido tiene escribir más libros, si tantos han escrito tanta vaina. Con Facebook lo que pienso es qué sentido tiene escribir literatura si casi nadie sabe apreciarla. Dos cosas me tienen al borde del adiós: la insistencia en hacer de la literatura una competencia y la manía de las listas de indispensables.
Cada vez que veo valoraciones del tipo ‘la mejor novela’, ‘el mejor escritor’, me pregunto qué criterio están utilizando. ¿Desde cuándo la literatura es otra cosa que una búsqueda personal? ¿Cómo es posible comparar –y decir cuál es mejor– entre estornudos y naranjas? En cuanto a listas, tolero mejor que no estén los que son a que estén los que no son. Me va sacando el apellido descubrir los embuchados que se empeñan en meternos entre los que sí son grandes. Porque en literatura no hay competencia, pero grandeza sí hay.
En las últimas semanas he leído a un viejo amigo que no ha estado jamás en una lista de los que “hay que leer”. Lo descubrí hace más de treinta años en la Biblioteca Pública Piloto, su lectura me marcó para siempre y ahora he regresado. Si lo buscan en Google, casi no encontrarán nada. La mayoría de sus obras ni siquiera han sido traducidas de esa lengua confinada y delirante que es el rumano, el mundo anglosajón no lo ha descubierto, sus libros son hoy en día inconseguibles, y sin embargo es un grande.
Vintila Horia (1915-1992) tuvo un vínculo cercano con nuestra lengua. Fue profesor universitario en España durante el franquismo y ese hecho ha contribuido a que lo ninguneen (como si los que mandan la parada hoy en España, los dueños de El País y Prisa, no hubieran sido franquistas puros y de rodilleras). Su novela más conocida, “Dios ha nacido en el exilio”, ganó el Premio Goncourt en 1960 y luego se sumió en una oscuridad similar a la que vive su protagonista.
“Dios ha nacido en el exilio” es una recreación literaria de los ocho años que Ovidio, el autor de “El arte de amar” y “Las metamorfosis”, pasó en Tomis, un extremo remoto del imperio romano al que fue desterrado por orden del emperador Augusto. El autor más influyente de su tiempo cayó en desgracia y se vio viviendo entre seres que se le antojaban primitivos. Su diario muestra el recelo inicial hacia esas gentes y la esperanza constante de recuperar su sitio y sus privilegios. Pero el tiempo va pasando, el esperado indulto nunca llega y la distancia va depurando a ese ser mundano, le enseña incluso un nuevo significado de la palabra amor. “Dios ha nacido en el exilio” es un libro sutil, lleno de poesía, en el que no parece pasar nada y sin embargo pasa todo: pasa nuestra soledad, pasan nuestras vanidades, pasa nuestro diálogo constante con el envejecimiento y con la muerte, pasa nuestra búsqueda –nuestra necesidad– de Dios y de una forma distinta de ser humanos. Lo único que no pasa en ese libro discreto y profundo es el aturdimiento de la vida en sociedad.
Oneonta, Septiembre de 2013.
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