Con el paso de los años uno va desarrollando un olfato certero para detectar ciertas palabras tramposas e infames. Yo tengo dos que me generan especial repulsión: normal y éxito. La primera porque implica la identificación de las personas con un criterio estadístico que las tranquiliza, haciéndolas parte de un montón ciego, mediocre y peligroso. La segunda porque es la zanahoria que ponemos frente a la nariz del burro para que camine: es una idea vacía que perseguimos como zombis, sin saber muy bien lo que entraña verdaderamente.
Lo cierto es que la mayoría, por lo menos, lo deseamos y lo perseguimos. Todos damos nuestra vida por esta palabra mágica, por esta divinidad etérea, por ese espejismo llamado éxito. Y todo converge hacia esa quimera que nunca se alcanza. Qué palabra vacía: desde la homilía parroquial, pasando por la telenovela rosa y los comerciales con yuppies sonrientes, hasta llegar a padres de familia y a charlatanes como Deepak Chopra. Siempre y cuando hablemos de éxito, la ruta a seguir es clara y seductora, y el producto se vende sin cuestionarse.
¿Pero alguna vez nos hemos preguntado para qué sirve el éxito? Aquí viene mi primer secreto: el éxito en realidad solo sirve para el éxito. Me encantaría tener una lupa para que pudiéramos adentrarnos en las vidas de personas que se compruebe que son exitosas y observáramos si su vida tiene más sentido, si son más sabias, si están más llenas de amor, si tienen tiempo para vivir sin afán, si son más libres. Especialmente me gustaría ver cómo enfrentan la muerte, ese indicador ineludible de nuestra madurez espiritual.
Bueno, tal vez sirve para otras cosas, como embarcarnos en nuestro amado juego de la autotortura y el automejoramiento. Porque los que se obsesionan con el éxito traicionan el presente y corren, como un hámster en su rueda, hacia un futuro que no llega: siempre aplazados, siempre en deuda, siempre desatendiendo lo que hay y esperando lo que aún no llega. Eso sí, al mover la rueda hacen que todo sea rentable, hasta la psicoterapia.
Pero el éxito también sirve para que siempre nos miremos hacia afuera, para que nos comparemos y nos midamos: desde el tamaño de partes corporales, pasando por los ceros en las cuentas bancarias, los indicadores, las patéticas y anodinas pruebas psicológicas. El éxito es una comparación y una medida, dos formas de negarnos a nosotros mismos y enajenarnos en parámetros externos donde nunca nos encontraremos realmente.
Sirve, sobre todo, para volvernos dependientes del reconocimiento y por lo tanto esclavos de los otros. Porque en el camino del éxito el otro siempre es el juez. Y para ese juez nos volvemos marca, hoja de vida, diploma o medición, una imagen lista para ser comprada o consumida. Si pudiéramos cuantificar la cantidad de estupideces y cosas sin sentido que hacemos para que otro nos acepte y nos apruebe, el resultado nos dejaría sobrecogidos.
Los invito a revisar atentamente los estudios que la Universidad de Harvard viene haciendo sobre la felicidad. En ellos se ha demostrado de forma contundente que las personas movidas por criterios externos –dinero, estatus, imagen proyectada– son mucho menos felices que aquellas que se mueven por criterios internos como la creatividad, la compasión, la búsqueda de sentido y el amor.
En otras palabras: el camino del éxito no es el que lleva a la felicidad. Y la verdad es que no entiendo qué otro sentido pueda tener nuestra vida en la Tierra, si no es el de ser felices. Por eso es que ante esta palabrita no logro quedarme indiferente: es una trampa mortal. Este mundo ya ha sido gobernado durante mucho tiempo por personas exitosas que nos tienen al borde del abismo. Lo que necesitamos ahora es menos éxito y más realización.
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