Ocurrió hace muchos años. Yo había dejado la tranquilidad de la academia para regresar por unas semanas al periodismo. Ya había escrito la nota que me sentía orgulloso de firmar, ya había propiciado el gesto heroico que salvó una página. Empezaba a acomodarme, a pesar de que muy pronto me tendría que marchar.
Un día llegó a mi mesa la editora general. Venía entusiasmada. El escritor más popular de aquellas tierras estaba de visita en la ciudad. Mi primera respuesta fue: “No”. Llevaba años entablando una lucha callada contra lo que ese hombre representaba. Me irritaban sus trucos, su pose, su escandalizar beaterías para que los medios le hicieran eco a su negocio. Sé también que en el rechazo había celos profesionales. En aquel tiempo yo me las daba de escritor y me dolía ver que mis libros se movían con dificultad. Eran tiempos en que la gente no leía y, si leía, no entendía. De manera que los libros se vendían con la reacción del lector incorporada.
Estaba a punto de cerrar el asunto, cuando el entusiasmo de la editora se coló por entre mis defensas y apeló al periodista que llevo dentro, el curioso insaciable que empezaba a despertarse de una modorra de años.
“Está bien”, me oí responderle. “Pero voy de fotógrafo”.
El asunto se arregló en pocos minutos. En menos de una hora estaba en casa de la familia del escritor, un templo de decadente aristocracia, con la cámara en la mano y un gesto de “no me miren, yo aquí no soy persona… sigan ustedes con su charla que yo ni me entero de lo que están hablando”.
Hablaron como una hora. El escritor se negó a conceder una entrevista y, más bien, se dedicó a entrevistar a la periodista. Habían sido vecinos. Cuando él era un muchacho, ella era una niña perceptiva que guardó en su memoria momentos e imágenes. El escritor tomó nota de nombres y detalles, mantuvo la charla en el terreno de la visita. Sólo muy de vez en cuando dejó salir respuestas que eran como de entrevista.
Mientras ellos hablaban, yo miraba. Cuando entramos a la casa, su cuñada me había dicho en secreto que estaba cansado de entrevistas. Yo conseguí disipar con rapidez la sensación de culpa, me olvidé de la idea de que era un impostor que estaba allí para fines distintos a los que proclamaba, y me puse a mirarlo. Me sorprendió su suavidad, el contraste de esa amabilidad con la aspereza de su figura pública. En la invisibilidad de la sala, me dio por pensar que aquello era el símbolo de toda una cultura: amable, dulce, atenta, pero llena de infiernos que rara vez se asoman. Lo vi desplegar una esgrima elegante para evitar preguntas de entrevista. Lo vi esbozar un gesto de dolor cuando escuchó la historia de un ternero que sufría. Lo vi cubrirse el rostro para descansar del gesto amable. Vi detrás de la cortina de las manos una cara de profundo agotamiento.
Al final me marché reconciliado. Había podido comprender que lo que tanto me irritaba no era el hombre sino la máscara que había, y le habían, creado. Supe que aquel viejo cansado lo único que hacía era lo que todo escritor haría en casos similares: aprovechar las oportunidades para que sus libros lleguen a muchas manos. Le perdoné su falta de compasión por el más indefenso de los animales. Salí de su casa convencido de que jamás iba a leerlo, porque en esos minutos ya lo había leído demasiado. Salí de su casa pensando qué precio ponerle a mi vida.
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Detrás de la cámara
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