/ Gustavo Arango
Tiene el nombre bien puesto: José Eustasio Rivera. Como el corazón de la selva, es pequeño, recóndito, difícil de encontrar. El hombre y su amigo lo buscan por pasillos y edificios. Se conocieron hace más de treinta años, cuando empezaron juntos la universidad. Desde el principio supieron que estarían unidos por la literatura. Juntos vivieron la aventura de publicar el primer libro. Van con ellos los hijos de su amigo (ya están grandes; gordos no, pero sí colorados). También hay multitudes que van y que vienen, que visitan pabellones, que asisten a espectáculos, que aprietan presupuestos para comprarse algo.
Quedan pocos minutos. A pesar de la altura, y la enorme barriga que el hombre ha cultivado, se tienen que apurar. Finalmente, lo encuentran. Estaba justo encima del salón principal. Allí, a la misma hora, se está lanzando el libro de una celebridad. El grupito lo ignora, se aleja de las masas, asciende los peldaños y llega al saloncito. El hombre está agotado, tiene la lengua afuera, pero pronto se cura cuando ocupa su sitio y observa la audiencia.
“Aquí está mi vida”, piensa mientras espera.
Ahí está la novia primigenia, la de las diez cartas diarias, la de viajes a otras vidas y galaxias. También ella escribía. También incluyó cuentos en aquel primer libro cuya impresión pagó el vendedor de fantasías. Ahí están los amigos de la universidad. Hermosos y felices, orgullosos del hombre cuyo sueño conocen y han visto germinar. “Seré escritor”, decía. “Me iré a El Universal. Empezaré allí mismo donde empezó Gabito”.
Ahí está Cartagena. Está la periodista que ha empezado a alentar su propio sueño de escribir. Con ella viene al hombre el recuerdo de las noches en la redacción desierta, puliendo hasta el final la última crónica, escribiendo por fin su primera novela. En la primera fila, como alumna aplicada, está también la alumna que ahora es profesora y que quizá recuerda las clases nocturnas de veinte años atrás, el hombre sudoroso, sus pasos apurados, su afán por irse a casa a seguir escribiendo hasta la madrugada.
Está Bogotá, entregándose de a poco, haciéndose rogar. Está el país del sueño en ese niño envejecido que manotea cuando habla de su novela selvática. Está también Noruega en el vikingo que regala países. Vienen con él los fiordos y glaciares, las sagas de los hielos, la certeza de que algunas historias pueden ser milenarias. Está su lectora favorita, la niña que después de leer un cuento suyo trinó que de regalo de cumpleaños quería todos sus libros. Está Gloria, su gloria, defendiendo como propios los sueños del hombre.
Está el diseñador de la portada. Por meses buscaron, ensayaron variantes. El hombre sabía que tarde o temprano aquel inspirado daría con el rostro del libro. Está el historiador joven, brillante, que parece personaje del relato. Con palabras certeras, le revela a aquel hombre dimensiones de su libro que no había adivinado. Está la selva viva, voraz, seductora. La traen amigos que la han visitado. El hombre recuerda los viajes de infancia por aquellos ríos, los periplos mágicos junto con su padre, las piñas sublimes que le daba Chencha, la negra imponente, su primer amor.
Hay luces y cámaras, micrófonos, banners. Hay un cartel rojo que celebra a Macondo, la invención del Gabito que inspiró y dio motivos a la vida del hombre. Dice allí que el nombre de aquel pueblo de espejos fue dictado en un sueño. Está con su influjo también Luz Amalia, su amiga decana, la que hizo el milagro que condujo al hombre hasta esta ocasión. Están reporteros, fotógrafos, técnicos. Están nuevos rostros que le da la vida: Lucía, la poeta de los ojos tristes; Inés y su hija; Diana, Tove y Patricia. Está su corazón emocionado, latiendo enloquecido de alegría.
Oneonta, abril de 2015.
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