La semana pasada, mientras desayunaba con unas amigas, surgió una pregunta que me dejó pensando: “¿cuáles son esos alimentos que siempre creímos saludables y que en realidad pueden hacernos daño?”
Todos sabemos que los ultraprocesados —esos productos con etiquetas llenas de nombres raros que ni nuestras abuelas entenderían— no son precisamente lo mejor para la salud. Pero, en mi consulta veo a diario cómo algunas costumbres que parecen inofensivas, incluso saludables, están afectando el bienestar de muchas personas, especialmente de mujeres que atraviesan etapas clave como la menopausia.
“Mi desayuno es muy sano, doctora: una arepita, un pancito, unas galletitas… y mi juguito de naranja”. Esta frase la escucho con frecuencia. Y aunque pueda sonar equilibrado, en realidad ese juguito —el mismo que durante años fue símbolo de salud y vitalidad— puede estar jugando en contra.
¿Por qué? Porque cuando exprimimos una naranja y desechamos su fibra, le quitamos gran parte de su magia. La fibra no solo ayuda a mantener una buena digestión, también alimenta a la microbiota intestinal, esos millones de microorganismos que viven en nuestro intestino y que influyen en nuestro sistema inmune, estado de ánimo, inflamación y metabolismo.
Cuando el cuerpo pierde el apoyo hormonal que brindan los estrógenos (como ocurre en la menopausia), también pierde capacidad para manejar la glucosa de forma eficiente. Entonces, un jugo cargado de fructosa sin fibra se convierte en una especie de “fósforo” que enciende un fuego invisible dentro del cuerpo. Suben los picos de azúcar, se acumula grasa en el hígado, se inflaman las arterias, se alteran los neurotransmisores. Y todo esto se traduce en síntomas muy reales: aumento de peso, insomnio, dolores articulares, problemas digestivos, niebla mental, caída del cabello… ¿Te suena?
Te presento a Sonia. Tiene 60 años. Llegó a mi consulta buscando una salida a su malestar. Me habló de su vientre inflamado, gases constantes, reflujo, insomnio y una sensación general de agotamiento. Desde que entró en la menopausia —hace 12 años— ha aumentado de peso, le diagnosticaron hipertensión, colesterol alto y arritmias. Cada diagnóstico vino con un nuevo medicamento, y cada medicamento con un nuevo efecto secundario. Lo más curioso es que, a pesar de todo, su juguito de naranja no ha faltado ni un solo día en su desayuno desde hace más de 30 años.
Y aquí es donde quiero invitarte a reflexionar. A veces, lo que parece un detalle mínimo (como ese jugo matutino), es en realidad una pieza clave en el rompecabezas de nuestra salud. No se trata de satanizar alimentos, sino de entender cómo nuestras decisiones diarias afectan el equilibrio interno del cuerpo, especialmente en etapas como la menopausia, donde todo está más sensible y cualquier chispa puede desatar una tormenta.
El intestino y el cerebro trabajan en equipo. El primero produce más del 90 % de la serotonina, ese mensajero químico que nos da calma, enfoque y alegría. Pero necesita estar bien alimentado: fibra, prebióticos, alimentos reales y poco procesados. Al hacerlo, no solo ayudamos al intestino; estamos enseñando al cerebro nuevas rutas, fomentando pensamientos más claros y decisiones más sabias.
Estar bien no es cuestión de suerte, ni de una pastilla milagrosa. Es el resultado de hábitos cotidianos que, repetidos día tras día, construyen salud o enfermedad.
Así que la próxima vez que te acerques a la licuadora, recuerda: tal vez no necesitas otro juguito. Tal vez necesitas agua, un puñado de nueces, un par de huevos, un poco de aguacate o un desayuno que no dispare tu azúcar ni sabotee tu energía.
No subestimes el poder de lo pequeño. Porque a veces, el camino hacia una menopausia más llevadera —y una vida más larga y plena— empieza con algo tan simple como repensar el desayuno.