Los críticos “formalistas” como Clement Greenberg y Harold Rosenberg que centraban sus análisis en los colores, las líneas, las formas, los contornos y en general en los elementos objetivos de la obra, aportaron la justificación teórica del arte moderno y contemporáneo durante los años cincuenta y sesenta. Estos críticos detentaron el poder suficiente para crear artistas prácticamente de la nada y llevarlos hasta la cima del éxito. Hacia finales de los sesenta se impuso otra corriente, la de los que podríamos llamar críticos “comprometidos”; éstos consideraban que el mayor valor del arte (en ocasiones su único valor) es su poder transformador de la sociedad, y su labor crítica se limitaba a establecer si un artista o una obra estaban alineados con los programas políticos revolucionarios de la izquierda o si se trataba de arte retrógrado, derechista o fascista. Por último apareció la forma de crítica más extraña de todas, la “posmodernista”, fundamentada en los oscuros, confusos y muchas veces vacíos escritos de filósofos europeos como Gilles Deleuze, Jean Baudrillard, Jean-François Lyotard, Jacques Lacan, Michel Foucault, Gianni Vattimo, Jacques Derrida y Pierre Bourdieu, entre otros.
El arquetipo del artista desde Manet hasta Warhol fue (a pesar de llevar muchas veces una vida proletaria) el de un aristócrata fuertemente crítico hacia las corrientes artísticas imperantes en la sociedad. El nuevo arquetipo de artista que surgió a partir de Andy Warhol en los años sesenta, por el contrario, se plegaba sin resistencia alguna a todas las tendencias sociales populares y de moda, al tiempo que vivía (o en todo caso quería vivir) como un magnate.
Durante los años sesenta y setenta del siglo XX, la fuerte carga ideológica de los críticos no les permitió entender las nuevas tendencias ni las aseveraciones de los artistas, así se tratara de las más honestas; como ésta, de Andy Warhol: “Si quiere saberlo todo acerca de Andy Warhol, no tiene más que mirar la superficie de mis pinturas, mis películas y a mí mismo: esto es lo que soy. No hay nada detrás”. Los críticos se negaron a aceptar que “no había nada detrás” y resolvieron rellenar este “aparente” vacío por su propia cuenta. Por ejamplo John Coplans afirmaba sobre Warhol: “Parece querer obligarnos a enfrentar el filo existencial de nuestra existencia”. Al respecto Robert Hughes en su libro A toda crítica, dice: “Si el artista (…) negaba ser en todos los sentidos un artista “revolucionario” (…), si declaraba que únicamente quería ser rico y famoso como todos los demás, no podía estar diciendo la verdad; debía de tratarse de una parodia”. ¿Realmente pensaban estos críticos que el, según su propia definición, superficial artista, director de una revista de chismes, pudiera ser en verdad un subversivo de la cultura?”, se pregunta incrédulo Robert Hughes. En todo caso, para finales de siglo ya el liderazgo de la crítica había pasado de los “comprometidos” a los “posmodernistas”, aunque sólo por unos cuantos años, pues entrado el siglo XXI la gente se hastió de los aburridísimos textos de estos críticos y resolvió archivarlos sin más trámite.
La tendencia “posmodernista” de la crítica rechaza tanto la posibilidad de que se produzca una innovación verdaderamente radical en el arte, como la idea misma de toda evolución o progreso. Ya no caben calificativos relativos al tiempo como “extemporáneo” o “anticuado”, pues las expresiones artísticas se dan en una especie de simultaneidad universal en la que todo es válido y donde el papel del crítico es ya irrelevante. Estos planteamientos no hicieron sino acabar de despejar el camino para los megacoleccionistas y las casas de subastas, que se convirtieron en los dueños indiscutibles del terreno. Se sabe que los precios de las obras de arte tienen un componente importante denominado “procedencia”; es allí, en ese sitio, donde se ubica la marquilla que justifica el precio: “proviene de la colección Charles Saatchi” o “subastado en Christie’s” o cualquiera otra de las procedencias de marca. Esto en sí mismo quizás no sea malo para el arte, ni tampoco bueno; simplemente, ayer eran el crítico y el museo, hoy son el coleccionista y la casa de subastas. Cabe preguntarse no obstante ¿dónde queda ahora la firma, la marca del artista? Creo que, exceptuando una corta lista de los más grandes, ocupa ya un segundo lugar, después de la procedencia.
¿Qué sigue? Imposible saberlo, pero una posibilidad es que el mercado del arte termine adoptando una forma parecida a la del mercado del vestuario de moda. En este escenario unos grandes coleccionistas (equivalentes a los grandes diseñadores y modistos) presentan en exposiciones y subastas (similares a desfiles de modas) unos modelos de vanguardia que muchas veces pretenden escandalizar para agitar los medios de comunicación. Después de su presentación, estas obras extremas quedan generalmente en manos de los mismos megacoleccionistas o son adquiridas por museos o por comunidades para ser exhibidas en sitios públicos. Mientras tanto, en sus galerías y páginas web se ofrecen cuadros y obras de arte más accesibles para el público en general, tanto por su diseño menos extravagante, como por su menor precio. La marca importante, por supuesto, en estos casos, es la del coleccionista, no la del artista, que pasa a ser una especie de diseñador. Estos cuadros se colgarán en las paredes de las casas por un tiempo y luego irán a la basura para ser substituidos por otros más a la moda, con lo cual resultarán proféticas las palabras de Warhol: “En el futuro, todo el mundo será famoso durante quince minutos”. Lamentablemente muchos artistas ni siquiera obtendrán ese efímero consuelo y quedarán de todas maneras en el anonimato por cuanto el dueño de la casa posiblemente no recuerde o quizás no haya sabido nunca, su nombre, así como la mayoría de nosotros no sabe quién diseñó la camisa que lleva puesta. Pero quizás algunas obras se salven, tal vez algunas tengan una calidad técnica o artística tal, que su propietario se niegue a arrojarlas a la basura; quizás ese filtro espontáneo y subjetivo vaya escogiendo, en una especie de selección natural, los cuadros que habrán de representar a nuestros tiempos en la historia del arte; y tal vez se abran nuevos horizontes.