De la productividad económica a la hiperproductividad personal

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Vivimos tiempos en los que hasta el descanso “debería” ser productivo, nos han hecho creer que no basta con existir: hay que mejorar. El discurso del mejoramiento continuo de las empresas -un análisis constante del rendimiento para identificar oportunidades y realizar cambios en los procesos, productos, etc. para lograr eficiencias y mejorar la calidad del producto o servicio final- se coló en el ámbito personal. Parecemos en un proceso de certificación ISO 9001 con nosotros mismos.

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En esta lógica, cada minuto “libre” se convierte en una oportunidad -o una exigencia- para aprender algo nuevo, sanar una herida, lograr una meta o convertirnos en una mejor versión de nosotros mismos. Antes había espacio para la exploración, el ocio, el aburrimiento, el juego, el descanso, ahora parece que estamos atrapados en una lógica de rendimiento y utilidad. El discurso de la hiperproductividad se fue insertando, poco a poco, en el ámbito del desarrollo personal.

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La productividad económica ha dado paso a una especie de hiperproductividad subjetiva. Ya no basta con producir bienes o cumplir funciones laborales sino que “debemos” ser productivos en todo:  imagen, cuerpo, gestión de emociones, vínculos, espiritualidad, hábitos, hobbies, tiempo libre. El yo se convierte en un proyecto sin fin: hay que crecer, sanar, transformarse, reinventarse… constantemente: ¡Qué cansancio! Esta meta de “ser nuestra mejor versión” se ha vuelto una carga para muchos -a veces invisible- y en muchos casos no obedece a una presión externa directa sino a un mandato interno. Pero, de algún lado lo introyectamos ¿no?

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Esto puede parecer inofensivo —incluso positivo— a primera vista, pues ¿qué podría tener de malo querer mejorar? Pero, el problema está en el cómo y el para qué. Cuando el crecimiento personal se transforma en una exigencia constante, aparece la ansiedad de rendimiento: esa sensación de que siempre hay algo más por hacer, esa idea de que estar quieto es sinónimo de estar desperdiciando la vida y de que no estamos aprovechando el tiempo si no lo llenamos de logros y aprendizajes. En este sentido, aparece entonces la culpa por descansar, por dejar de hacer, por divertirse, por disfrutar. Cuando se asoma la calma, emerge la sospecha.

Así, el agotamiento, la sensación de insuficiencia y el vacío se disfrazan de “proyectos personales”. Esta lógica convierte al cuerpo en máquina, al tiempo en recurso, y al yo en producto; algo así como una auto explotación disfrazada de empoderamiento y superación que nos lleva a vivir con una sensación constante de falta, de deuda: nunca somos lo suficientemente buenos, sanos, conscientes, estables, exitosos o felices.

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¿Y si la mejor versión de nosotros mismos no es una versión “mejorada”, sino una versión más libre, más auténtica, más propia? Necesitamos reivindicarnos con el ocio y el disfrute, reconectarnos con el placer, permitirnos los momentos sin propósito, volver a descansar sin culpa. Creo que necesitamos “retroceder” un poco hacia una definición más simple de bienestar, más humana, menos producida. No nos dieron la vida para que la utilizáramossino para que la viviéramos.

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