/ José Gabriel Baena
Mis escritores favoritos en la alta novela de espionaje, ya lo dije una vez, son Ian Fleming y John Le Carré, y enseguida digo otros dos. Fleming, autor de una decena o menos de la serie del agente 007, fue considerado por críticos británicos como un escritor clásico, dominador absoluto del lenguaje inglés, a pesar de que sus novelas eran “inmorales y obscenas”. Esto lo decía Anthony Burgess cuando todavía no había dado a luz La Naranja Mecánica, que después de que fuera filmada por Stanley Kubrick a principios de los años 60 se convirtió en un potente aparato de subversión, crimen y erotismo deliciosamente desenfrenado, y sobre todo ello al servicio de una causa inimaginable: la música de Luwdig van Beethoven. Hay una buena foto de Fleming y Burgess en una cantina en Indonesia. Un par de redomados pillos.
Por qué digo esto de un chorrón. Porque estoy hasta la coronilla de esa fantochada del “infiltrador” de la NSA, en alianza con la CIA, que parece de lejos un complot de ambas partes para desprestigiarse los unos a los otros. Y, como se ha repetido hasta el cansancio, la muy honesta y fascinante profesión del espionaje ha llegado al tope de su incompetencia.
¿Han leído ustedes las novelas depresivas de Graham Greene, situadas en la fría Europa de los años 50? ¿Y de su continuador John Le Carré? Muchas películas se han rodado sobre sus textos, casi todas regulares, y ninguna iguala la emoción que nos depara su escritura, obsesivamente calculada, y mortífera.
Pero también hay libros de espionaje divertido. Hablo de los tomos del austríaco Johannes Maria Simmel, y en especial de No sólo de caviar vive el hombre, ubicada en plena segunda guerra mundial: Londres, París, Berlín. Nuestro Simmel, ingeniero químico, trabajó al servicio de los aliados y al parecer también al lado de los nazis como “agente doble”, lo cual le dio material inigualable, lo más parecido a la vida. Ahí están sus deliciosas confesiones, donde no toma partido ni por éste ni por aquel bando, y salpimentadas, literalmente hablando, por cerca de 100 recetas de cocina de las más elegantes salas y restaurantes del continente: el agente Thomas Lieven, su alter ego, las utiliza para salir de toda clase de apuros con oficiales de ambos bandos, y de numerosas chicas con sus respectivos muslos, no faltaba más, a quienes seduce con su culinaria.
Recuerdo que leyendo a Simmel cuando muchacho me encontré entre sus 1300 páginas el relato de cómo la cofradía nazi, supuestamente compuesta de sagrados “iniciáticos”, tenía como creencia absoluta la teoría de la “tierra cóncava”: por los polos Norte y Sur se puede penetrar a una especie de paraíso, donde no hay trabajo esclavo ni seguridad social ni bancolombias. Esto lo adopto como mi última creencia antes del Nirvana, sobre todo ahora que en la Antártida han descubierto hace quince días el rastro de un inmenso lago de agua dulce bajo tres kilómetros de hielo salado, y restos de animales acabaditos de fenecer: mamuts, tigres dientes de sable. Sobre estas cosas del misterioso dominio de Dios nada se puede afirmar ni negar. Pero, como decía el autor nadaísta Pablus Gallinazus, cualquier parecido con la coincidencia es pura realidad. Lean pues a Simmel y a Graham Green, si se atreven. Los cerebros de sus personajes sí que son misterios más impenetrables.
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