La obra de David Manzur (Neira, Caldas, 1929) cubre un período excepcionalmente extenso que lo convierte en protagonista y testigo de muchos de los más importantes procesos de la historia del arte colombiano moderno y contemporáneo.
En efecto, en 2023 el Museo de Arte Moderno de Bogotá celebró, con una gran exposición y el lanzamiento de un libro antológico monumental, los 70 años de la primera muestra individual que el artista realizó en julio de 1953 en el Museo Nacional, por entonces considerado como el más importante espacio de las artes en el país.
Aunque cabe señalar que el joven pintor logra semejante reconocimiento antes que la mayoría de los nuevos artistas de su tiempo, muy pronto se ve postergado por la crítica de la época que parece interesada solo en exaltar los desarrollos abstractos y formalistas, contrarios a las investigaciones figurativas que eran fundamentales en la obra de David Manzur.
Sin embargo, desde el primer momento, Manzur sabe que un proceso artístico auténtico debe correr el riesgo de seguir con todo rigor y libertad el sentido de la propia búsqueda; y, aunque en principio eso parece algo evidente, no era una posición fácil porque lo ponía en contra de las corrientes críticas predominantes que, con mucha frecuencia, rechazaron dogmáticamente lo que se salía de sus principios.
Quizá antes que la mayoría de los artistas colombianos, incluso que muchos de generaciones posteriores a la suya, David Manzur despliega una gama de posibilidades creativas que lo apartan del rigor formal de las vanguardias y neovanguardias de mediados del siglo XX y lo abren a la multiplicidad propia de las artes contemporáneas. Ante todo, hay en Manzur un rechazo al conflicto entre figuración y abstracción, que en su obra dejan de ser terrenos irreconciliables para convertirse en zonas de libre tránsito. Lo mismo ocurre en otros campos que pueden descubrirse en su obra, entre los cuales cabe mencionar, por ejemplo, la solidez de la estructura compositiva y la fluidez del trazo o de la mancha que se aproxima a lo informal; el recurso a la literatura y a la historia del arte; la reivindicación del surrealismo (que a mediados del siglo pasado muchos museos, teóricos y críticos habían declarado que no era arte); la consagración del dibujo, la mezcla de técnicas, la valoración de la retórica y de lo escenográfico, el reconocimiento de la decoración y seguramente, muchas cosas más.
Lo que aquí se descubre es que el ejercicio de una forma concreta, el rigor de un estilo o la continuidad de un problema no se justifican por sí mismos, sino que deben ser solo medios a través de los cuales se crea el arte, es decir, se manifiesta la poesía.
Lo que hace fascinante una obra como La mujer del zapato morado, de 2022, es la sensación de que toda la historia de David Manzur está presente en ella, de que una pintura como esta no habría sido posible sin el ingente trabajo de tantos años que, de manera sutil pero clara, se revela aquí. Quizá, una simple enumeración ya sería muy extensa: la evidencia de que la composición se basa en una estructura geométrica; el contrapunto entre un espacio ilusorio en tres dimensiones y la extraña figura, a la vez geometrizada y cargada de volúmenes pero reducida a un plano, que, a través del uso de líneas, se integra con el fondo; la perfección del dibujo en las manos y en la copa junto a los brochazos sueltos del vestido o del sombrero; la sensación de encontrarnos ante un personaje que es, al mismo tiempo, real y mera referencia ilusoria o histórica; en fin, sencillez y complejidad, el gusto de mirar y la inquietud de no poder abarcar lo que vemos, la certeza de que muchas dimensiones de sentido se nos escapan y que, quizá, allí radica la poesía.
Dicho en otras palabras, frente a David Manzur nos encontramos un arte libre, fiel a su estructura creativa, pero en una constante transformación que llega hasta el presente. De alguna manera, Manzur ha encontrado la forma de ser siempre el mismo siendo, sin embargo, cada vez diferente.