“Santillana del Mar es el pueblo más bonito de España”, afirma uno de los personajes de la novela La náusea, de Jean Paul Sartre, y acaso tuviera razón. Queda en el norte del país, en la comunidad autónoma de Cantabria, a 30 kilómetros de Santander. Por allí pasan algunas de las rutas del Camino de Santiago. La distingue su bellísima colegiata de santa Juliana (santa Illana), edificación del siglo XII que le da nombre a la villa. El entorno del pueblo es apacible y hermoso. Una ladera de suave pendiente desciende hacia el mar, cubierta de verdes pastos. Al oeste se alcanzan a ver las cumbres nevadas de los Picos de Europa y al norte está el poderoso Cantábrico rugiente y amenazador.
A dos kilómetros del pueblo queda la famosa cueva de Altamira descubierta hacia 1868 por Modesto Cubillas, aparcero en algunas propiedades don Marcelino Sanz de Sautuola, quien era un hidalgo del lugar, adinerado, culto y estudioso de temas científicos que tenía casa en Santander y finca en Puente san Miguel, localidad vecina de Santillana.
Modesto informó a don Marcelino de la existencia de la cueva y este desde entonces la visitaba para hacer excavaciones de las cuales solía extraer tallas y artefactos antiguos. En una de estas visitas, en 1879, su hija María, de ocho años, que le acompañaba, señaló el techo de la cueva mostrándole que estaba cubierto de pinturas de animales. Don Marcelino quedó maravillado y rápidamente concluyó que el autor (o los autores) de esas pinturas debía ser contempráneo de los que fabricaron los artefactos que había desenterrado del piso de la cueva, lo cual quería decir que correspondían al “hombre de la edad de piedra”.
Un año más tarde, en 1880, don Marcelino publicó un opúsculo titulado Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santander y una de las primeras cosas que hizo fue enviarle una copia a Émile Cartailhac, arqueólogo francés reconocido entonces como la primera autoridad del mundo en asuntos prehistóricos. Para evaluar el caso, Cartailhac pidió consejo a su amigo y colega Gabriel de Mortillet quien era profundamente antirreligioso y sentía particular antipatía por la religión Católica. De Mortillet logró convencer a Cartailhac de que los supuestos descubrimientos de Altamira no eran otra cosa que una conspiración orquestada por los jesuítas para desacreditar el evolucionismo. Cartailhac resolvió entonces enviar a Édouard Harlé para que realizara una visita a la cueva y emitiera un concepto. La opinión de Harlé fue contundente: la frescura de los colores y la calidad artística de las pinturas resultaban muy sospechosas. Por otra parte, la única manera de iluminarse en la antigüedad era con antorchas, y dado que no podían observarse huellas de humo en las paredes o el techo de la cueva, resultaba forzoso concluir que se trataba de una falsificación reciente realizada con un método moderno de iluminación. Los falsificadores habrían engañado a Sans de Sautuola; esto en el caso de que no hubiese sido él mismo el falsificador. Hoy sabemos que los pintores paleolíticos tenían para iluminarse pequeñas lámparas de piedra alimentadas con médula de huesos de animales, que no produce humo.
Pocos meses después de la publicación del folleto de Sanz de Sautuola se llevó a cabo en Lisboa el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología Prehistórica y Juan Vilanova, destacado paleontólogo español, hizo la presentación de los descubrimientos de Altamira. Cartailhac abandonó deliberada y notoriamente la conferencia; en las actas del congreso ni siquiera se menciona Altamira. En 1886 Cartailhac publicó su libro Las edades prehistóricas de España y Portugal y tampoco hizo mención de Altamira, la cual, según su opinión, era “una vulgar tomadura de pelo de un artista de pacotilla”.
Don Marcelino Sanz de Sautuola murió en 1888 agobiado por la frustración y la amargura. Creía haber encontrado un tesoro para la humanidad y solo recibió a cambio desprecio, burlas y hostilidad. Un fin lamentable para quien por primera vez valoró acertadamente estas pinturas y les adjudicó su autoría a los hombres del paleolítico superior. Bien puede decirse que fue un adelantado a su tiempo.
En los años siguientes al descubrimiento de Altamira se encontraron en Francia las cuevas decoradas de Pair-non-Pair en 1881, la Mouthe en 1894 y Font-de-Gaume en 1901. Estos hallazgos finalmente convencieron a Carteilhac, quien publicó en 1902 un artículo titulado La gruta de Altamira. Mea culpa de un escéptico donde aceptaba su error y reconocía el mérito de don Marcelino Sanz de Sautuola; pero era muy tarde, don Marcelino había muerto catorce años antes.
En el gran techo de Altamira hay 27 bisontes, un ciervo macho, cuatro ciervos hembra y dos caballos. Resulta natural pensar que estos animales debían constituir la base alimentaria de las tribus paleolíticas que habitaron la zona, y que por esa razón están representados tan abundantemente en las pinturas, pero es el caso que la base alimenticia de estos hombres no era el bisonte, sino el reno y el salmón, animales que no aparecen ni una sola vez en el techo.
Ignoramos totalmente el sentido de las pinturas de Altamira. Algunos piensan que tenían un sentido mágico relacionado con la caza, otros lo vinculan a actividades chamánicas, otros hablan de una expresión de la paridad sexual donde unos animales representan lo feminino y otros lo masculino, otros en fin, hablan de totemismo, pero nada sabemos con certeza.
El techo pintado de la cueva de Altamira (162 metros cuadrados) es comparable en área al Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina (167 metros cuadrados) y la destreza técnica demostrada por el artista es equivalente a la alcanzada por los pintores y dibujantes mejor dotados de nuestro tiempo. Los análisis estilísticos parecen demostrar que todo el techo fue obra de una misma persona. Se dice que Picasso visitó la cueva de Altamira en su juventud y que al salir exclamó: “Ninguno de nosotros podría pintar así”, otras versiones afirman que sus palabras fueron: “No hemos aprendido nada en 12.000 años”.
La anécdota en cualquiera de sus versiones es seguramente apócrifa, pero creo estar seguro de que Picasso “pudo” haber dicho algo como eso. Alguien opinará que es inadecuado utilizar criterios evaluativos de nuestro tiempo para calificar unas obras que fueron pintadas hace 15.000 años, pero también habrá que decir que es inevitable hacerlo así; lo ignoramos todo con respecto a los criterios evaluativos artísticos del hombre del paleolítico, de manera que nos vemos obligados a usar los nuestros. Y la conclusión a la que llegamos es que estos hombres tenían una sensibildad estética muy desarrollada que parece evidenciar procesos mentales abstractos, complejos, muy elaborados y extremadamente parecidos a los nuestros.