Somos parte de la naturaleza, la necesitamos en buen estado más que ninguna otra cosa y es obvio que está en grave riesgo, pero no nos decidimos realmente a protegerla. No es un cuento jipi, es un asunto ético.
La popularización del desarrollo sostenible es reciente (unos 30 años). Sin embargo, si se mira en su fin último, es fácil reconocer que se trata de un proyecto antiguo: la búsqueda de armonía en la relación entre seres humanos y en la interacción de estos con el entorno natural del que son parte. No hay nada raro en este propósito, ¿o sí? ¿No es obvio que queremos un mundo en el que las personas vivan dignamente y se respeten, se toleren, se reconozcan y se aprecien, conviviendo de forma pacífica? ¿No es evidente también que para vivir dignamente primero hay que sobrevivir, y que para esto son indispensables el aire, el agua, los alimentos y muchas otras materias primas? ¿Y será que para alguien es sorpresa que todas las materias primas -de todos los productos- son en última instancia contribuciones que nos hacen los ecosistemas? Sí, todo eso es obvio, evidente y no es sorpresa para (casi) nadie.
Sin embargo, ocurre con frecuencia que lo obvio, lo que tenemos al frente (¡en la punta de la nariz!), se nos escapa. Esto es lo que pasa con la urgencia de alcanzar un desarrollo sostenible, sobre todo en lo que al cuidado de la naturaleza se refiere: somos parte de ella, la necesitamos en buen estado más que ninguna otra cosa y es obvio que está en grave riesgo, pero no nos decidimos realmente a protegerla. Y así ocurre también con las posibles soluciones: están a la mano, pero no las agarramos. Es cierto que los cambios requieren tiempo y que la transformación de una sociedad perjudicial a una sostenible no se dará de un día para otro, pero no podemos esperar indefinidamente, postergando las medidas que le aportan a un mundo mejor. No podemos seguir en las nubes, en la ilusión del progreso material sin límites. Tenemos que ser capaces de reconocer la ineludible dependencia del sistema social (y, por ende, del económico) del sistema natural y buscar armonizar la relación entre ambos (propendiendo, además, por la ausencia de injusticias). Esto, en gran parte, significa la sostenibilidad: poder obtener, transformar, utilizar (equitativamente) y devolver lo que nos brinda la naturaleza, de tal manera que no se comprometan los procesos fundamentales de los ecosistemas ni se sobrepase su capacidad de carga. Lograrla no es solo un reto en lo tecnológico, sino también en lo cultural.
Es claro que tenemos que volvernos tan buenos como sea posible a la hora de utilizar las contribuciones que nos hace la naturaleza, y que para eso necesitamos innovar con tecnologías más eficientes, que produzcan más usando menos recursos y generando menos daños. Pero hay que hablar de la otra eficiencia, quizás más importante todavía y que debe ir siempre de la mano de la primera: esa según la cual debemos sentirnos satisfechos, plenos y dignos sin necesidad de consumir tanto, de gastar tanto, de presionar tanto los ecosistemas. Erich Fromm, en la introducción a su libro Tener o ser, nos dice que “al conquistar a la naturaleza, al transformarla para nuestros fines, su conquista se ha convertido, cada vez más, en equivalente de destrucción” y que por ende es “necesaria una nueva ética y una nueva actitud hacia la naturaleza”. No es un cuento jipi, es un asunto ético como responsabilidad frente al mundo.
Cerremos con un ejemplo local: la contaminación del aire en el valle de Aburrá. Esta problemática (que a todos nos impacta y mundialmente acaba con alrededor de 7 millones de vidas por año) no se solucionará solo con combustibles de mejor calidad, ni con motores a gas o vehículos eléctricos. Todos estos avances tecnológicos deben darse junto con cambios de hábitos para usar más el transporte público, caminar más y usar más la bicicleta. No se solucionarán los problemas de la actualidad si seguimos encerrados y aislados de manera individualista en el vehículo del “progreso a cualquier costo”, en la burbuja de “eso a mí no me afecta”. Hay mejores formas de vivir, pero para encontrarlas hay que pensar con los pies en la Tierra.