“De ahora en adelante tu escuela será el mundo”. Le dio un abrazo y puso en sus manos una cajita gris metálica. “Espera la señal, antes de abrirla. Allí está la respuesta a todas tus preguntas”.
En un país remoto, lejos de casi todo, vivía un joven valiente, de brillante inteligencia y muy buenos sentimientos. Había quedado huérfano muy niño, pero tuvo la suerte de que un hombre muy sabio lo acogiera en su casa y lo educara, a cambio de su ayuda en las tareas de la casa. Una tarde de junio, después de algunos años, su anciano maestro le dijo que ni él ni sus libros tenían nada más para enseñarle.
–De ahora en adelante tu escuela será el mundo.
Luego le dio un abrazo y puso en sus manos una cajita gris metálica (un poco más pequeña que un mazo de cartas) y le dijo en secreto:
–Espera la señal, antes de abrirla. Allí está la respuesta a todas tus preguntas.
El muchacho guardó la cajita en su camisa y, cuando alzó la vista, la casa y el viejo ya no estaban. De repente se hallaba en un cruce de caminos. “¿Y ahora quién me dice qué rumbo tomar?”, pensó. Recordó la cajita en el bolsillo, se preguntó cómo sería la señal. Alentó y pudo vencer el deseo de abrirla. Uno de los caminos ascendía una cuesta empinada. Otro era enmarañado. Otro más tenía un descenso resbaloso. El último era amplio, seguía hacia el horizonte sin obstáculos. Decidió que seguiría ese camino.
No llevaba mucho recorrido cuando encontró a un hombre sentado en una mesa al aire libre. Comía con deleite un banquete suculento. Lo atendía una numerosa servidumbre. El muchacho tardó en descubrir que a sus pies había gentes flaquísimas, de miradas vidriosas, que reñían por las migajas que caían de su mesa. Adoraban al hombre como si fuera una deidad y atacaban a quien se atreviera a importunarlo. “¿Quién permite que pasen estas cosas?”, se preguntó el muchacho.
El hombre vio llegar al muchacho, leyó su semblante y lo invitó a acompañarlo en la mesa. Le dijo que ignorara a los hambrientos y le preguntó su historia. El muchacho tardó poco en ganarse su favor y su confianza.
Para no alargar el cuento, diremos que aquel hombre murió poco después. El muchacho heredó su fortuna y ocupó pronto la mesa y mantuvo la costumbre de comer al aire libre banquetes abundantes. Los hambrientos lo adoraban. Se peleaban las migajas que caían de su mesa. Atacaban a mordiscos al malvado que quisiera molestarlo.
Ocurrió que con los años el muchacho se hizo viejo y cayó enfermo. Llegó un día en que sintió mucho dolor y se supo agonizante. Al llevarse las manos al pecho descubrió en su bolsillo la cajita olvidada y pensó que sería inútil esperar una señal. Al abrirla, no había nada. Se murió viendo su rostro reflejado en el fondo de metal.