No hay que hacer un análisis antropológico muy profundo para saber que a los antioqueños nos gusta pedir rebaja, nos encanta lo barato y a veces nos duele pagar ciertas cosas. Muchos prefieren llenarse con tres empanadas y una gaseosa, a comer bien, si les toca meterse la mano al bolsillo. Una cosa muy distinta es cuando viajamos viaticando por cuenta de la empresa y pagamos, felices, facturas aterradoras en ciudades como Bogotá o Cartagena.
En cuestión de comida, para mí no hay barato o caro, simplemente cuando es rico nunca me parece caro, maluco todo me parece un robo. Lo mismo si me sirven platos de pichón a dieta, sobre todo cuando en la carta publican fotos de porciones que nada tienen que ver con la realidad.
Cuando usted pide un plato, una cosa es el costo, que varía de acuerdo con la calidad y cantidad de los insumos, más la comodidad del sitio, sazón, atención, creatividad, exclusividad, locación, utilería y demás, que se suman para llegar al precio; si todo lo anterior lo deja satisfecho, ahí llegamos a lo que se llama el valor. Nadie se baja de la primera clase de Singapore Airlines protestando por el precio, así haya pagado tres o cuatro veces más que por un tiquete normal; ese es el valor. Yo he pagado cuentas de 250 dólares por un almuerzo que me han parecido más que justas; por el contrario, he comido en corrientazos de $7.500, de donde salgo convencido de que me robaron. Igualmente detesto los restaurantes en donde se pagan cuentas exorbitantes y se sale con hambre; odio que lo crean a uno bobo.
Siento que una de las cosas más perjudiciales para nuestra cultura gastronómica en crecimiento es la guerra del centavo, pues lamentablemente algunos no tienen ningún argumento distinto a vender más barato que el vecino, atentando contra la dignidad del oficio. Cuando un negocio incursiona en el 2×1, 3×1, etcétera, generalmente está desesperado por la situación y cree que el único salvavidas es la promoción, cuando hay otras alternativas como la creatividad, la calidad y tratar de mejorar. Ahí está la Virgen que nuestros comensales están aprendiendo y ya no se dejan engañar tan fácil con insumos de tercera y porciones de arroz medidas con dedal. Desde el punto de vista del restaurante, bajar los precios va a exigir mucho más trabajo y más ventas para recibir los mismos ingresos.
El precio de un plato no lo determina la competencia sino una política justa que corresponda a lo que está vendiendo y a una fórmula de costeo. Siempre pongo de ejemplo a un restaurante bogotano en donde media de guaro vale $130.000 y una arepa de chócolo $20.000 pero el sitio es tan rico, bien atendido y la comida tan bien hecha que absolutamente nadie se queja; sin embargo, creo que en nuestra capital algunos abusan de los comensales, en varias partes los precios no atienden al valor real de lo que dan, solo al esquema mediático y al súper ego del dueño. En Medellín es distinto, por eso los bogotanos no nos quieren y aún no nos han invadido, pues para cobrar a su manera tendrían que acompañar la cuenta con la cita al cardiólogo. Espero sus comentarios en [email protected]
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