Pocas cosas hay tan propicias para la expresión de la condición humana como los congresos académicos. Sin que importen la pompa que rodea estas reuniones y la concordia prometida en sus cocteles inaugurales, los defectos de la especie se manifiestan con tal nitidez que las conclusiones felices sobre lo que somos quedan fuera de actas. Va una rápida caricatura de tres pecados sociales.
No cabe duda de que el primer lugar entre las malicias humanas lo ocupa la falsedad, actitud estrenada por Caín cuando, interrogado por Dios sobre el paradero de su hermano, dijo no tener idea de dónde estaba. En los congresos, si bien dicha defección se materializa sin crímenes de por medio, todo el horror se concentra en su ejecución colectiva: un hombre habla mientras los demás se distraen, aunque con el cuidado de aplaudir ruidosamente al término de la perorata. Con la excepción de una o dos almas cándidas que no pierden el hilo de lo expuesto (incluso toman nota, como si en ello les fuera la vida), el grueso de la concurrencia oculta su desprecio olímpico por la palabra ajena detrás de una perfecta máscara de atención. Curtido en sus mañas, el congresista profesional sabe cuándo despertar de su letargo, y al escuchar una palabra entonada con solemnidad de conclusión se prepara para aplaudir el primero y, si le es posible, palmear la espalda del convincente conferencista.
Pero no hay distracción malévola sin su correspondiente dosis de vanidad: quien manda al diablo la pública intervención de los otros está, a la vez, profundamente pagado de sí mismo. Un porcentaje escandaloso de los asistentes a un congreso ha concurrido a él solo para escucharse, en tanto que la minoría restante lo ha hecho esperanzada en hinchar la panza con las confituras de la clausura. Bien mirado, los asistentes a una serie de conferencias académicas no son más que un hatajo de gente impaciente en espera de su turno y solo casualmente interesada por lo que emana de bocas ajenas. Lo paradójico es que este pecado de solo oírse a sí mismo e ignorar a los demás entraña una actitud que, de lo puro ingenua, incluso resulta conmovedora: una vez en el estrado, el Narciso de turno se entrega a su cháchara convencido de que todos le escuchan con devoción, y cree emocionado en la sinceridad de los aplausos del final.
Raras veces, un puñado de congresistas repara en las frases de alguna de las intervenciones, y eso hace posible la realización de otra de las miserias representadas en estas reuniones: la maledicencia. Como el cliente de los congresos es un furibundo ególatra, esa elevada autoestima hace que sea inaplazable la declaración de la propia inteligencia, y la vía expedita para lograrlo es pisotear sin misericordia las ideas de los otros. Ahora bien, como la criatura aquí analizada es en esencia disimulada, dichos ataques solo algunas veces tienen lugar cara a cara (cuando, por ejemplo, el exhibicionismo de algunos alcanza niveles hipertrofiados), y regularmente ocurren durante el almuerzo de receso: seis crápulas inconmovibles, sentados a la misma mesa, despedazan con saña algo más que sus porciones de bistec, con el pacto tácito de que si alguno de ellos abandona la íntima reunión hará las veces de suculento plato de sobremesa. Como se sabe, toda ponencia es potencialmente pésima.
El ser humano es insufriblemente vanidoso, y ello le empuja a la hipocresía y a la mala intención. Lo curioso es que, para congraciarse en semejantes defectos, le es forzoso convocar a sus semejantes a participar en fatigantes representaciones de la armonía social. Con esto doy fin a mi intervención. Muchas gracias.
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