A las familias, y en los trabajos, les gusta formar personas para la obediencia. Cada uno es libre de apreciar los valores que desee; pero ¿qué tal si cultivamos la confianza por encima de la fe ciega?
Cuando estaba en el colegio se nos pedía sembrar una rama seca en el jardín. Todo el año esperábamos a que floreciera como recompensa a nuestra obediencia. La acción, que se repetía cada 365 días sin frutos y sin hojas, estaba inspirada en la vida de Laura Vicuña, una beata salesiana que entre sus historias de sumisión un día sembró un racimo muerto y, en recompensa a su alta capacidad de recibir órdenes, Dios la premió haciendo que esta floreciera.
Desde entonces siento un profundo desdén por la obediencia, ese ‘valor’ que prefiero mantener entre comillas porque en él encuentro ausencia de consciencia, acatamiento sin reflexión y subordinación del pensamiento.
El desprecio puede, sin embargo, estar relacionado con lo que hemos entendido por obediencia, un verbo tal vez mal conjugado en las prácticas sociales. Cuando en Antioquia se habla de alguien obediente se destacan fáciles actitudes para acatar las órdenes y las reglas, de aceptar la voluntad de la autoridad. No obstante, si revisamos la etimología de la palabra obedecer, nos encontramos con que significa “saber escuchar”. No aparecen en la escucha ni la fuerza ni el capricho, tampoco la ausencia de diálogo. Escuchar trae consigo análisis, conciencia, capacidad de discernir e incluso debate y libertad de elegir.
Me gusta ser tildada de desobediente y no hace parte de una rebeldía sin causa. Sentada en un sofá azul aruñado por los gatos y el cual en mi casa nos empeñamos en conservar, suelo pensar qué sería de mi vida si hubiese seguido sembrando ramas secas. Si se tratara de ser obediente, estuviera esperando las órdenes de un marido. No hubiese ido a la universidad, tampoco tendría en mi memoria el placer de haber viajado sola, no conocería las calles luego de las 8 p.m., y no podría escribir esta columna.
Dos caminos se dibujan entonces en el horizonte de este manifiesto contra la obediencia. El primero, resignificar la palabra. Pero como el lenguaje es caprichoso y también una apropiación social, pasarían años sin encontrar un cambio. El segundo, y el que más me gusta, es matar la obediencia y mejor enseñar sobre la conciencia. La fe ciega en algo impide el conocimiento de nosotros mismos, de nuestros límites, reprime, incluso, nuestra libertad. Si hablamos de conciencia en vez de obediencia, tal vez encontremos mayores encuentros con nosotros mismos.
La conciencia se encuentra con la verdad, la contradicción y el respeto por lo diverso. Con la conciencia llegan la creatividad y la solidaridad.
Cuando se me pide obedecer, siempre recuerdo aquellas ramas secas y es entonces cuando prefiero declararme ingobernable.