Hace una semana, cuando publiqué en una red social que la temperatura aquí en Siberia era de 21 grados bajo cero, un amigo me preguntó cómo le hacía para vivir con tanto frío, “tú tan del trópico y caribe”. Le agradecí lo de caribe y respondí que yo también me hacía esa pregunta.
“¿Cómo le hago?”, me venía repitiendo cada vez que emprendía la ceremonia de envolverme en varias capas de ropa, ponerme unas botas aparatosas, enfundarme unos guantes y un gorro, y rodear cuello, nariz y boca con una bufanda. “¿Qué hago aquí?”, me pregunté mientras paleaba la nieve para abrirme camino, sintiendo que el rostro se quemaba y –a pesar de los guantes– los dedos ardían. “¿Cómo llegué a estas lejuras?”, me dije cuando resbalé en el hielo y me lastimé el hombro. “¿Qué oscuro designio me trajo a estas tierras?”, me pregunté mientras esperaba a que el auto se descongelara para ir al hospital.
A mi pequeño drama invernal se le sumaba la sensación de soledad, cuando recordé una frase que invita a que miremos con aprecio lo que nos ha sido dado. Count your blessings (cuenta tus bendiciones) es una expresión frecuente aquí en el país del sueño. He aprendido a recordarla cuando ando quejumbroso. Así que –mientras esperaba el resultado de los rayos equis– me olvidé de mi sombrío cuestionario y me puse a hacer el inventario de mis bendiciones.
Cuento numerosas bendiciones cuando pienso en mi familia o en los múltiples encuentros –inspiradores y afectuosos– que me ha deparado esta vida de errabundo y desterrado.
En A Man for All Seasons (la película sobre la vida de Tomás Moro, que podríamos traducir como Un hombre para todos los tiempos), un joven profesor se queja por lo estrecha que le parece su vida. Tomás Moro le responde: “Tienes a Dios, a tus alumnos y a ti mismo como testigos. Nada malo ese público”. Desde que vi esa escena he apreciado mucho más la bendición de ser profesor.
Recuerdo una lección que García Márquez aprendió de su madre: “Lo que pasa es lo mejor que pudo pasar”. Cuando se piensa de ese modo, las quejas carecen de sentido.
Cuento también como bendición la posibilidad de escribir y de ser leído por un público que algunos antecesores con más oficio jamás soñaron tener. La sola edición impresa de este periódico supera los cuarenta mil ejemplares, el promedio de visitas semanales a la página de internet está en 80 mil y, por muy pocos que sean los que se detengan a leer lo que tengo para decir, siempre serán demasiados. Habrá valido la pena.
Uno de los pasajes que más recuerdo de las memorias de García Márquez es aquel donde habla de la lección que aprendió de su madre: “Lo que pasa es lo mejor que pudo pasar”. Cuando se piensa de ese modo, las quejas carecen de sentido. Por eso, también cuento a esta Siberia dentro de mis bendiciones: la vida tranquila que me ha dado, la posibilidad que me ofrece de defender mi dignidad.
La tranquilidad y la dignidad pude tenerlas y defenderlas en climas más acogedores. Lo mismo puedo decir de mis oficios y mi gente. Pero, a la hora de pensar en las razones que me trajeron a este remoto paraje, recuerdo que sólo aquí era posible que encontrara a Marilla Waite Freeman, “la mujer biblioteca” (en dos semanas les contaré su historia). Y entonces me queda claro que todo lo que ha pasado siempre ha sido lo mejor que me podía haber pasado.