Los ciudadanos, en vez de perder la sensibilidad ante lo hiriente, tenemos que gritarla una y otra vez. Lo hago hoy, el domingo y desde el jueves pasado, luego del carrobomba en Bogotá.
“Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve, me apoyé en la baranda, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían (…) la ciudad. Mis amigos siguieron andando y yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un inmenso grito interminable atravesaba la naturaleza”.
Así describe el artista noruego Edvard Munch el instante en el que hizo presencia “el inmenso grito interminable” que luego plasmó en su famoso El Grito.
En la obra –pastel sobre tabla- está él en primer plano tapándose los oídos porque no soporta el gemido constante de la realidad, dicen algunos críticos. O porque la realidad, tan insuperable, lo hace explotar en un gemido, digo yo –bastante atrevida-, ahora que podría protagonizar el mismo cuadro. Quitándole “el fiordo negro y azulado” del texto –la frase que se tragó el paréntesis-, a todo lo demás le pongo la firma. Solo que como no sé pintar…, quisiera lanzar un lamento que contuviera todos los nombres todos: Iván René, Juan David, Erika, Felipe, Christian Fabián, Esteban, Luis Alfonso…, y así hasta completar veintiuno con sus jóvenes historias tronchadas; un lamento vagabundo que se escuchara en las antípodas (S4°0’0” E108°0’0”).
“El Grito nos interpela a todos –dijo alguna vez el escritor español Antonio Gil-, en estos momentos tan difíciles como angustiosos”. Y es que, al igual que Munch, los ciudadanos de cualquier época y lugar, en vez de perder la sensibilidad ante lo hiriente, tenemos que gritarla una y otra vez. Y otra más.
Eso es lo que hago hoy, hice el domingo y estoy haciendo desde el jueves pasado, luego del carrobomba en la Escuela General Santander de Bogotá. Detenida en la baranda, presa de una fatiga mortal… Dolor, rabia y esperanza malherida.
Y quisiera describir ese desgarro interminable aquí y ahora. ¿Cómo? Ya sabemos cómo se pinta un grito pero, ¿cómo se describe? ¿Con una tempestad eléctrica, un huracán, la erupción de un volcán, la estampida de una manada de búfalos en NatGeo? No. Este, del que hablo, es un grito aturdidor sí, pero con la fuerza incomparable del silencio.
(¡Hubiera dejado esta columna en blanco!)
El espacio vacío me salvaría de caer en lugares comunes: subrayar expresiones desgastadas tipo clamor ciudadano, nutridas movilizaciones, muestras de rechazo; repetir que el Eln, con su torpe brutalidad, y el descaro con que la justifica, puede hacer mucho daño aunque esté en la olla; insistir en que el único culpable de un acto terrorista es el terrorista; señalar las mezquindades de políticos oportunistas de izquierda y de derecha; explicar que también me conmueven otras violencias; poner en circulación una foto para comprobar que marché; tener que responder a Noah Harari su pregunta de por qué tememos al terrorismo si la diabetes mata mucha más gente cada año; buscar explicaciones religiosas o psicoanalíticas o filosóficas o culturales o éticas o políticas del terrorismo, qué jartera.
Solo gritar, calladita, es lo que quiero. Munch sí que me entendería.
ETCÉTERA: El Grito (1895) fue subastada en 2012 por 119.9 millones de dólares, convirtiéndose en la pintura más cara jamás vendida en la historia. En 2014 la sobrepasó Three Studies of Lucian Freud, de Francis Bacon.